Mi padre, en su sabiduría, decía que puedes ir hecho un andrajoso pero que los zapatos había que tenerlos limpios siempre. Decía, y le he de dar la razón, que los zapatos son una seña de identidad que nos marca y que nos define porque son esa prenda que requiere un esfuerzo y que te la puedes poner con cuidado o como quien se pone lo primero que encuentra o lo que le importa poco. Son los calzoncillos limpios o el cuidado por el vello interior, pero a la vista de todo el mundo.
Cuando alguien viene a venderme algo le miro los zapatos. Si están gastados, sucios o parece que se compraron en el outlet de Springfield de 1998, ya no le hago caso porque estoy convencido que no le importan los detalles y mucho menos parte de su aspecto. A veces son como las casas desordenadas y a veces como las casas que parecen un hotel sin ser ninguna de las dos opciones una casa en realidad. Si brillan mucho es un exceso o un interés excesivo en agradar pero si, casi de una manera mágica, encajan con la impresión del personaje, entonces le presto atención. Es una consideración racista pero suele ser cierta. Los hipster llevan zapatillas perfectamente adecuadas y, en algún caso, a juego con las gafas de pasta.
Algunas mujeres son fanáticas de los zapatos. Los compran, los almacenan, los miran y los limpian. Tienen tacones de aguja, en cuña, plano, con cordones o de esos que dejan los dedos amontonados en la punta como sí fuera la historia de los tres amigos entrando por la misma puerta y quedando amontonados. Hay zapatillas deportivas que nunca se usaron para hacer deporte y sandalias con alguna flor en las cintas que separan el dedo gordo de los demás.
Los hombres tenemos deportivas sucias y limpias. Alguna generación tuvo unas Adidas Stan Smith blancas porque iban bien con todo. Tenemos botas de chicos malos y unos zapatos elegidos por nuestra madre que usamos en todas las bodas y en algún bautizo. En algún lugar interior del zapatero hay unas plantillas gastadas que tienen la forma de nuestro pie.
Todos usamos calzado y las katiuskas ahora se llaman hunters. Ya no se chapotea en los charcos. Probablemente ese ceremonial que se vivía en mi casa los domingos por la mañana, antes de ir a misa, cuando se sacaba el betún y los cepillos para dar brillo, ya no existe. Mi madre elegía los zapatos y mi padre, con un trapo, extendía el betún adecuado sobre el calzado. Lo dejaba uniforme, con un color mate. Entonces yo metía la mano izquierda y con la derecha frotaba con un cepillo, marrón o negro, hasta que brillaban lo suficiente. Los dejaba emparejados en la terraza hasta que el olor remitía y cuando estábamos preparados para salir volvían a sus armarios con una hoja de periódico enrollada en su interior para que no perdieran la forma. Solamente un par lucíamos ese domingo y al salir a la calle mi padre nos repetía que, aparte de tener dinero para gastar y dinero para enseñar, era muy importante tener siempre los zapatos limpios.
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