Es una apreciación personal no muy alejada de la realidad: el café del Starbucks es una bazofia.
Sin embargo ahí está, con sus sofás y sus vasos grandotes, con esas chicas jovencísimas con uniforme que no sabes si te van a dar un donut o una whooper con queso. Ahí está, con las luces sobre las mesas en las que estudian algunos modernos con suspensos, un par de extranjeros que desprecian los bares conceptuales tradicionales mientras despliegan los mapas turísticos y una musiquilla más aburrida que James Blunt haciendo de la atmósfera el elemento diferencial.
Y la publicidad hablando de café del bueno cuando es, en realidad, su gran carencia.
Así que me vale como un ejemplo de marketing moderno donde el producto pasa a ser algo secundario. Consumir en Starbucks es como tener una novia cañón que envidian tus amigos pero no te quiere y es desastrosa en la cama. (Y es cara).
Los que hemos nacido hace unos cuantos años fuimos educados en la creencia de la excelencia de nuestro trabajo. Casi como si fuéramos unos ingenieros soviéticos quisimos creer que ser mejores en nuestros trabajos nos llevaría al éxito. Poner un café mejor no pudo competir contra un logo casi acuoso (como el mejunje), la iluminación indirecta y la estupidez de la responsabilidad ética para con los cultivadores de café de la misma forma que es un contrasentido hablar de la buena forma física y la lucha contra la obesidad infantil promocionando Coca Cola.
El envoltorio se ha convertido en el producto a promocionar porque es mucho más barato que el producto en si mismo.
Los huevos Kinder no se venden por el chocolate, sino por la sorpresa.
Los consumidores del siglo XXI creen que buscan un producto pero se rinden a la parafernalia.
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