Cuando estudiaba en la universidad y nos teníamos que preparar para los exámenes tuvimos, durante una temporada, la costumbre de ir a un pequeño apartamento junto a la playa donde extendíamos los apuntes de álgebra de segundo para hacer del Teorema de Frobenius parte de nuestras vidas. Entre uno y otro tema, como buenos estudiantes, bajábamos a la playa a dejar que nos diera el aire y fumarnos algún cigarro. En uno de esos momentos, con la soledad que tiene la costa en medio del invierno, pasó el que después se convertiría en mi abogado cabizbajo y pensativo a nuestro lado. Más tarde, recordando que ni levantó la cabeza ni saludó, me dijo que esos eran los momentos en los que se sumergía en sus pensamientos para afrontar más de un juicio.
Unos años después y buscando respuestas a esas preguntas que te atrapan en medio de la vida laboral, yo tomé la costumbre de pasear por centros comerciales entre las 11 y las 13h00 de los martes, que es cuando no hay nadie. Ese paisaje casi nuclear de un artificial centro de consumo extrañamente me relajaba casi de la misma manera que me enfada el ajetreo infernal de los sábados por la tarde mientras los grupos de niños obesos corretean por los mismos pasillos.
Supongo que cada uno tiene su lugar de paz, su sacrosanto recodo de recogimiento.
España, si la recorres, tiene miles de lugares para ello. España tiene miles de pequeños pueblos que parecen estancados en el botón de pausa donde hay luz en la mercería y en la farmacia, donde más de un pequeño bar sirve vinos eternos sobre barras gastadas en donde alguno intenta revender la desbrozadora que ya no usa. España tiene muchos parques públicos surgidos de una modernidad mal entendida y España tiene, como el inculto se compra un cuadro que no comprende, cientos de museos que nacieron de esa necesidad de apostar irracionalmente por la cultura desde los despachos de políticos que no sabían donde gastar tanto beneficio que se suponía infinito.
Cada varios kilómetros de carretera, como si fuera un monasterio cisterciense, aparece la señal de algún museo. Existe el museo del vino, el museo de la seta, el museo del pastor. Tenemos el museo del orinal y el museo del chocolate. El museo del bandolero y el museo del encaje. El museo del juguete e incluso ese triángulo de: el Prado, el Thyssen y el Reina Sofia. Cerca está el museo de la guerra (donde yo me sorprendí mucho viendo el coche destrozado de Carrero Blanco). Yo conduzco delante del maravilloso Bellas Artes (de Bilbao), visité encantado el Musac o el propio Guggenheim... aunque estos son de primera división y los demás, casi como nuestras selecciones nacionales de esquí, de tercera. Vivimos en un país repleto de exposiciones permanentes y, sin embargo, eso no nos hizo más cultos.
Que nuestra generación es mucho más inculta que la de nuestros padres es prácticamente una realidad, por mucho que hayamos tenido más recursos de los que podíamos abrazar a lo largo de nuestra vida. Quizá es un resultado similar a la obesidad porque la sociedad contemporánea ha podido comer de todo y, sin embargo, engordó a golpe de Whopper y de Big Mac. Quizá es lo mismo que sucede con algunas músicas elaboradas que han muerto a manos de la facilidad de consumo de los samplers o la realidad estadística que dice que porque todo el mundo sepa leer no significa que se lean más libros o que importen los textos que acompañan a las fotos del Hola.
Ahora estamos viviendo una época de caza y extinción de la cultura, eso es una obviedad. Estamos viviendo una época, al abrigo de la excusa casi imponderable del rendimiento económico inmediato, en la que los mismos que inauguraban los museos anárquicos y molones de la España profunda mandan al paro a los comisarios que buscaban artistas y artistazos para el disfrute de las galerías vacías y subvencionadas que se llenaban el día de la inauguración (gracias al vino gratis) y donde paraban en busca de una pequeña tienda de regalos los turistas ocasionales que pasaban por allá. Caen los museos y caen las ONGs a un ritmo superior al que caen las empresas y los pequeños comercios. Cae la demanda, como en todo.
Pero me pregunto, porque no lo sé en realidad, si alguna vez hubo demanda de cultura o si alguno pensó que con un museo, de lo que fuera, nos convertiríamos en un país de cultos de la misma manera que alguno supuso que si los niños tuvieran un ordenador se harían más listos.
Ahora, si tuviera que buscar un lugar calentito de recogimiento, mi elección es un museo. Tenemos miles. Algunos nunca fueron cultura sino un capricho de erarios públicos indecentemente gastados probablemente porque nunca tomaron las decisiones personas cultas.
El problema es que ahora, tijera en mano, tampoco se sabe diferenciar entre lo que es cultura y lo que no lo es porque las decisiones las vuelven a tomar los mismos. Espero que no regalen los cuadros de Velazquez o hagan un portal porno con El Gran Masturbador y dejen, con todos mis respetos, el museo del orinal.
1 comentario:
jajaja. Bravo.
Yo sueño con El Prado, cual circo, cargado en camiones haciendo un bolo por mi pueblo, por todos, por... junto al museo del orinal.
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