Creo positivamente que todo el mundo debería de leer, al menos una vez, la biografía de Janis Joplin, al menos aquellas que la retratan como una reina negra escondida en el cuerpo de una blanca con todos los problemas que pudiera dar el dinero, el exito y las drogas entre los años 60 y 70.
Dijo, al leer la noticia de la muerte del otro gran genio de la época (Jimmi Hendrix) el 18/9/1970 que no era posible que dos grandes murieran el mismo año y, tras alguna noche de alcohol donde se escondió, murió el 4/10/1970 sin haber llegado a terminar siquiera su primer disco.
Y era una diosa cuando soltaba su voz rota, cuando cantaba como si te estuviera rogando, como si te estuviera necesitando y como a todos nos gusta que nos deseen, al menos una vez y de manera irracional.
En aquellos años de pantalones anchos, de pelos lacios y largos, de amor libre, de alcohol, de drogas y confraternización. En aquellos años en los que por primera vez la sociedad y los mandatarios se separaron en caminos diferentes que nunca se han vuelto a reunir. En aquellos años, brillaba Janis.
Es de esas mujeres que al verlas pasan desapercibidas y cuando, sentada a tu lado, saca la brillantez, la furia, el deseo, el amor y la magia, en ese preciso momento, todo te da igual y brillas por un reflejo. (Conozco alguna mujer así, aunque no cante). Y aún tiemblo cuando oigo a Janis, al menos este summertime repleto de operaciones salidas hacia playas enormes de grandes mareas donde aún suena llenándolo todo.