La wikipedia, que parece que nos ha hecho olvidar ese componente decorativo común en la casa de nuestros padres que era la
Durvan, define
Indiano como
al emigrante o descendiente de emigrantes españoles, principalmente de la costa cantábrica y de Cataluña, que, habiendo emigrado a América motivado por el afán de hacer fortuna, volvió a su tierra natal.
Y yo, explicando ese concepto a la esponja
sometida por la MTV que es mi adolescente sobrina particular, le llevé a ver esta casa ayer porque siempre creo que un buen ejemplo es necesario.
Le decía, no sin una mala intención por mi parte, que muchos de esos indianos sentían la necesidad de volver a sus lugares de origen con la obligación de restregar por las narices a sus vecinos la realidad, cierta o no, de que habían triunfado en la sacrificada vida en el extranjero. De ahí, decía señalando la casa, esa ostentación excesiva de algunas propiedades que se pueden ver desde cualquier lugar de los numerosos valles cántabros.
Lo cierto es que esta generación que nos sucede puede llegar a convertirse en una generación de indianos, por mucho que nos encontremos en un universo global en el que tu hija puede que acabe casada con su compañero de pupitre mientras pasean por las limpias calles de Bélgica o que tengas que ir a visitarla al Caúcaso , donde reside con un griego calvo pero de buena planta al que conoció en las frías noches de Edimburgo. Quien sabe.
Conozco, como es lógico, a quien no volvió nunca porque no soportaba la idea de admitir que volvía a la casa de mamá. Conozco a quien es capaz de contarte, con los ojos abiertos como quien cuenta una historia fantástica, las felices fechas vividas en el extranjero mientras, después, termina diciéndote que va a recoger a los 3 hijos (que tuvo con su novio de siempre) al colegio y que vive en la puerta de al lado de la casa de sus padres.
Pero nadie, por orgullo o por mantener la maravillosa estampa de la envidia, te admite que se sintió solo, que se le calló una lágrima en un supermercado al ver un chorizo Revilla entre las delicatessen o que prefirió rebuscar sus sueños entre el abrigo que le da la ensaladilla rusa de su madre.
Algunos, que tuvimos la oportunidad de vivir una vida de aventura en el lugar que nos vió nacer, somos tachados de menores aventureros, como si ellos fueran
Miguel de la Cuadra Salcedo (con bigote) y nosotros no tuviéramos mostacho. Algunos afirman que la verdad de la vida se esconde en el crisol multicultural del viaje y la aventura.
Y a veces, de la misma manera que si te vas de viaje te sueles llevar tus problemas contigo porque corren a la misma velocidad que tú, les intentas explicar que las aventuras y el conocimiento del mundo está dentro de los ojos con los que eres capaz de mirarlo, unas veces desde un tren y otras veces desde tu ventana.
Entonces, algún día, aparecen con una pareja extranjera, una casa grande, un descapotable ruidoso y una sonrisa falsa. (O de las de verdad, que todo puede ser).
Tengo la teoría que la necesidad de demostrar a los demás que has triunfado o que te sale glamour cuando te explotas un grano significa exactamente lo contrario.
Te lo podré afirmar cuando, dentro de unos años, empiecen a hacerse casas enormes los que ahora salen en
Españoles por el Mundo.
Pd: viajar es bueno, por supuesto. Conocer gente es mejor, aunque sean del barrio de al lado. Quizá es que yo he matado esa idea tan española de creer que el que habla diferente es mejor que tú, excepto los moros y los negros.