En 1987 se publicaba un libro donde se narra, muy al principio, la llamada a la policia para autoinculparse de un asesinato. El tema es que se produce en Sudáfrica cuando la gente de color era menos que los blancos. Dice así:
La señorita Hazelstone telefoneaba para informar que acababa de matar a su cocinero zulú. El Konstabel Els podía hacerse cargo perfectamente del asunto. Como agente de policía, también él había matado a tiros en sus tiempos a muchos cocineros zulúes. Además, había ya un procedimiento establecido para resolver estas cuestiones. El Konstabel Els inició la fórmula rutinaria.
—Usted quiere informar de la muerte de un cafre —comenzó.
—Acabo de asesinar a mi cocinero zulú —gruñó la señorita Hazelstone.
—Eso fue lo que dije —dijo Els, conciliatorio—. Que quiere usted informar de la muerte de un negro.
—Yo no quiero hacer nada de eso. Le he dicho que acabo de asesinar a Cinco Peniques.
Els lo intentó de nuevo.
—La pérdida de cinco peniques no constituye un asesinato.
—Cinco Peniques era mi cocinero.
—Matar a un cocinero tampoco constituye un asesinato.
—¿Qué es entonces un asesinato? —la seguridad de la señorita
Hazelstone en su propia culpa comenzaba a tambalearse ante el diagnóstico favorable de la situación del Konstabel Els.
—Matar a un cocinero blanco puede ser asesinato. Es improbable, pero puede ser. Pero matar a un cocinero negro no. Bajo ninguna circunstancia. Matar a un cocinero negro se considera defensa propia, homicidio justificado o eliminación de basura —Els se permitió una risilla—. ¿Ha probado usted a llamar al Departamento de Higiene? —preguntó.
Era evidente para el Kommandant que Els había perdido el poco sentido del decoro social que pudiera tener. Le apartó del teléfono y lo cogió él mismo.
—Aquí el Kommandant van Heerden —dijo—. Al parecer ha tenido usted un pequeño accidente con su cocinero.
—Acabo de matar a mi cocinero zulú —dijo implacable la señorita Hazelstone.
El Kommandant van Heerden ignoró la autoacusación.
—¿El cadáver está en la casa? —preguntó.
—El cadáver está sobre el césped —informó la señorita Hazelstone.
El Kommandant suspiró. Siempre igual. ¿Por qué la gente no mataría a los negros dentro de la casa, que era donde tenían que hacerlo?
—Tardaré unos cuarenta minutos en llegar ahí —dijo—. Y cuando llegue, encontraré el cadáver en la casa.
—No señor —insistió la señorita Hazelstone—. Lo encontrará usted en el césped, en la parte de atrás.
El Kommandant van Heerden volvió a intentarlo:
—Cuando yo llegue, el cadáver estará dentro de la casa —dijo, muy despacio esta vez.
Pero la señorita Hazelstone no parecía impresionada.
—¿Acaso insinúa usted que debo cambiar de lugar el cadáver? — preguntó furiosa.
El Kommandant se quedó sobrecogido ante la sugerencia.
—Desde luego que no —dijo—. No tengo el menor deseo de causarle molestias a usted, y además, podría haber huellas dactilares. Puede mandar usted a los criados que lo hagan.
Hubo una pausa, mientras la señorita Hazelstone consideraba las implicaciones de aquel comentario.
—Me da la impresión de que está usted sugiriéndome que altere las pruebas de un delito —dijo, lenta y amenazadora—. Me da la impresión de que intenta usted convencerme de que obstaculice la acción de la justicia.
—Señora —interrumpió el Kommandant—, yo sólo intento ayudarle a cumplir la ley.
El Kommandant se detuvo, buscando las palabras.
—La ley dice —continuó— que es un delito matar cafres fuera de casa. Pero la ley dice también que es perfectamente admisible y adecuado matarlos dentro de casa si han entrado ilegalmente.
—Cinco Peniques era mi cocinero y tenía todos los derechos legales a entrar en la casa.
—Me temo que en eso se equivoca usted —continuó el Kommandant van Heerden—. Su casa es zona blanca, y ningún cafre tiene derecho a entrar en una zona blanca sin permiso. Al disparar contra él le negó usted el permiso para entrar en su casa. Yo creo que puede enfocarse la cosa de ese modo sin problema.
Hubo un silencio al otro extremo de la línea. Era evidente que la señorita Hazelstone se había convencido. —Llegaré ahí dentro de unos cuarenta minutos —prosiguió van Heerden, añadiendo esperanzado—: y confío en que el cadáver...
—Vendrá usted en un plazo de cinco minutos y Cinco Peniques estará en el césped, que es donde lo maté —gruñó la señorita Hazelstone, al tiempo que colgó el teléfono.
El Kommandant contempló el aparato y suspiró. Colgó cansinamente y, volviéndose al Konstabel Els, le ordenó que preparase un coche.
Ahora le hacemos una revisión políticamente (in)correcta:
La señorita Mari Carmen telefoneaba para informar que acababa de matar a su marido. El asistente del 016 podía hacerse cargo perfectamente del asunto. Como agente de violencia de género, también él había goplpeado y degradado verbalmente con furia en sus tiempos a muchas parejas acosadoras. Además, había ya un procedimiento establecido para resolver estas cuestiones. El asistente inició la fórmula rutinaria.
—Usted quiere informar de la muerte de un hombre —comenzó.
—Acabo de asesinar a mi marido —gruñó la señorita Mari Carmen.
—Eso fue lo que dije —dijo el agente, conciliatorio—. Que quiere usted informar de la muerte de un hombre.
—Yo no quiero hacer nada de eso. Le he dicho que acabo de asesinar a José Ramón.
Lo intentó de nuevo.
—La pérdida de josé Ramón no constituye un asesinato.
—José Ramón era mi marido.
—Matar a un marido agresor tampoco constituye un asesinato.
—¿Qué es entonces un asesinato? —la seguridad de la señorita
Mari Carmen en su propia culpa comenzaba a tambalearse ante el diagnóstico favorable de la situación del agente
—Matar a una mujer puede ser asesinato. Puede ser. Pero matar a un hombre machista no. Bajo ninguna circunstancia. Matar a un hombre machista se considera defensa propia, homicidio justificado o eliminación de basura —Se permitió una risilla—. ¿Ha probado usted a llamar al Departamento de Higiene? —preguntó.
Era evidente que el agente había perdido el poco sentido del decoro social que pudiera tener. Le apartó del teléfono y lo cogió él mismo.
—Aquí la responsable del ministerio de igualdad —dijo—. Al parecer ha tenido usted un pequeño accidente con su marido.
—Acabo de matar a mi marido —dijo implacable la Mari Carmen.
La responsable del ministerio ignoró la autoacusación.
—¿El cadáver está en la casa? —preguntó.
—El cadáver está sobre el césped —informó la señorita Mari Carmen.
La ministra suspiró. Siempre igual. ¿Por qué la gente no mataría a los maridos dentro de la casa, que era donde tenían que hacerlo?
—Tardaré unos cuarenta minutos en llegar ahí —dijo—. Y cuando llegue, encontraré el cadáver en la casa.
—No señora —insistió la señorita Mari Carmen—. Lo encontrará usted en el césped, en la parte de atrás.
La ministra volvió a intentarlo:
—Cuando yo llegue, el cadáver estará dentro de la casa —dijo, muy despacio esta vez.
Pero la señorita Mari Carmen no parecía impresionada.
—¿Acaso insinúa usted que debo cambiar de lugar el cadáver? — preguntó furiosa.
La ministra se quedó sobrecogido ante la sugerencia.
—Desde luego que no —dijo—. No tengo el menor deseo de causarle molestias. Pero si está en casa y usted dice que lo hizo porque se puso violento, todo es más fácil.
Hubo una pausa, mientras la señorita Mari Carmen consideraba las implicaciones de aquel comentario.
—Me da la impresión de que está usted sugiriéndome que altere las pruebas de un delito —dijo, lenta y amenazadora—. Me da la impresión de que intenta usted convencerme de que obstaculice la acción de la justicia.
—Señora —interrumpió la ministra—, yo sólo intento ayudarle a cumplir la ley.
La ministra se detuvo, buscando las palabras.
—La ley dice —continuó— que es un delito matar hombres fuera de casa. Pero la ley dice también que es perfectamente admisible y adecuado matarlos dentro de casa si han acosado según su declaración.
—José Ramón era mi marido y tenía todos los derechos legales para estar en la casa.
—Me temo que en eso se equivoca usted —continuó la ministra de igualdad—. Su casa es zona morada, y ningún hombre tiene derecho a entrar en una zona morada sin permiso. Al disparar contra él le negó usted el permiso para estar en su casa. Yo creo que puede enfocarse la cosa de ese modo sin problema.
Hubo un silencio al otro extremo de la línea. Era evidente que la señorita Mari Carmen se había convencido. —Llegaré ahí dentro de unos cuarenta minutos —prosiguió la ministra, añadiendo esperanzada—: y confío en que el cadáver...
—Vendrá usted en un plazo de cinco minutos y José Ramón estará en el césped, que es donde lo maté —gruñó la señorita Mari Carmen, al tiempo que colgó el teléfono.
La ministra contempló el aparato y suspiró. Colgó cansinamente y, volviéndose al agente, le ordenó que preparase un coche.
Pd: si tuviera otro texto, os lo haría con Nazis y Judios.