José Ramón siempre fue un hijo de puta. Desde que pegaba a otros niños en el colegio hasta que robaba en los supermercados e insultaba a sus vecinos. Nunca lo ocultó. Si alguien le preguntaba si esta o aquella fechoría la había hecho lo aceptaba, porque era su naturaleza. No una enfermedad ni una excusa, simplemente era así.
Manolo, por el contrario, era el típico niño que hacía sus deberes y pasaba el balón a los que no metían goles, pero era necesario para que se sintieran partícipes del juego. Más tarde, cuando la adolescencia da paso a las charlas entre amigos que intentan solucionar el mundo, era ese amable interlocutor al que se le llenaba la boca con un mundo mejor y un futuro basado en el equilibrio, la bondad y la moralidad. Manolo demostraba estar lejos de las necesidades mundanas como el dinero y el sexo sin amor. Manolo montaba en bicicleta con alguna de las camisetas reivindicativas que poblaban su colección.
Los años, como algo incontrolable, pasaron.
José Ramón se convirtió en un gestor empresarial. La vida y su carácter, como es lógico, le llevaron a buscar el beneficio para su empresa, aunque eso tuviera como consecuencia los despidos en malas épocas y la negociación contractual que fuera más rentable para sus objetivos. Al fin y al cabo los recursos son algo limitado que hay que intentar optimizar hacia el lado propio. Si para salvaguardar el balance se contratan niños bengalíes, se hace. Se casó y se separó, porque el amor tiene caducidades extrañas. Nunca se preocupó de si sus empleados se follan a gente de su sexo, del contrario o a una cabra. Se la traía al pairo, literalmente, si eran negros, blancos, árabes o adoraban a satanás. La rentabilidad era su único baremo porque, pensaba, el rendimiento es la base para que a todos nos vaya mejor.
Manolo avanzó hasta un puesto público de relevancia. Su manera de expresarse para con el mundo, revolucionaria y buenista, dieron con él en un despacho ministerial. Concilió y se casó, creando una familia feliz. Compró un chalet con jardín y zona de juegos. Un coche de siete plazas cuando no usaba el oficial. También hay que reconocer que en algún momento, fruto del estrés y de la propia naturaleza humana, se sintió atraído por alguna de sus jóvenes ayudantes, anonadadas por la admiración del líder. Nada que, a su parecer, no fuera lógico dada su excelsa superioridad moral para con sus enemigos. Con el tiempo los adversarios pasan a ser enemigos porque de esa forma se les deshumaniza. El acceso a recursos públicos, infinito porque todos los José Ramones pagan sus tributos, daba para pintar bancos de morado, llevar dinero a asociaciones interculturales de amiguetes hippys en países subtropicales y denunciar a todo aquel que no piense como él, acusándolo de algo tan grave como querer matar al planeta o a cualquier grupo minoritario víctima. Siempre hay una víctima para la próxima excusa.
Era de esperar que ambas concepciones del mundo chocaran en algún instante.
Cuando le hicieron una entrevista a José Ramón en la radio hizo lo que se esperaba de él: reconocer su propia maldad y pragmatismo abolutista sin ningún alarde al respecto. Manolo y su grupo de asesores decidieron investigarlo y, por supuesto, ponerle como ejemplo del descenso a los infiernos del mundo moderno. Sin haber incumplido ninguna ley le denunciaron por tener pocos hindúes y ningún evangelista en nómina. Le atacaron porque en los equipos de carga de sacos en camiones no había una sola mujer, sin decir que en los departamentos de diseño el 90% eran féminas. Pusieron un cartel en la calle con declaraciones de su ex, que le acusaba de ser un mal padre y que le llevaron a participar en tertulias televisivas donde ponía cara de tremenda pena porque José Ramón había reconocido haberla insultado. Cuando le preguntaron dijo que claro que lo había hecho porque ella le pidió el divorcio a la vez que le confesaba de llevar dos años follándose al jardinero, que era mucho más viril que él. Y eso, decía José Ramón, me enfadó. Se convirtió, sin quererlo, en todo lo malo. Malvendió la empresa y se marchó del país. Creó otra empresa en Nigeria y la volvió a hacer rentable.
Pero se guardó un as en la manga. Consiguió, a golpe de realidad que no de discurso, demostrar que Manolo contaminaba, se tiraba a sus becarias, acumulaba patrimonio, degradaba a sus subordinados, malgastaba dinero público, consumía drogas ilegales y rompía, sistemáticamente, todas las premisas morales que llevaba defendiendo, con furiosa cólera, demasiados años. Así que Manolo, acorralado, hizo un dignísimo comunicado en el que renunciaba a seguir liderando el país por presiones del malísimo enemigo. Eso sí, con una buena pensión pública porque Manolo nunca había aprendido a ser rentable.
El resultado fue, precisamente, el que se espera de una guerra: pierden todas las partes y, sobre todo, los civiles.
Así que llegaron los chinos, los americanos del norte, tres rusos y mano de obra india para quedarse con todo. Europa se volvió musulmana y la regla básica de la democracia consiguió que la mayoría hiciera suyo el destino común. En el año 3000 hablan de la Europa de los años 80 y 90 como si fuera Atenas, antes que lo arrasaran los Persas. O Roma, veinte minutos antes de la moda de las orgías, cuando Ramonum conquistaba territorios y Manolum se tumbaba a filosofar comiendo uvas.
No hay comentarios:
Publicar un comentario