Mal dia para buscar

24 de febrero de 2025

Sorprenderse es ser feliz.

Cuando se puso de moda Breaking Bad tuve una revelación: es una serie que triunfaba, sobre todo, en gente que no estaba acostumbrada a ver series. Viene a ser como mucho éxitos musicales, que triunfan en una mayoría de personas que no están acostumbradas a escuchar música ( Fito el malo, Leiva). Ese razonamiento lo llevé un poco más allá y llegué a la conclusión siguiente. Grandes artistas son: A) los que hacen algo por primera vez y, aquí está el quid, B) los que hacen lo mismo que otros antes, pero mejor.

Jimmi Hendrix, Led Zepellin o Chuck Berry hicieron algo nuevo. Madonna cogió algo que ya existía y lo profesionalizó. A mitad de camino está Michael Jackson, que unió el soul y el pop de una forma mágica, te guste o no. Los Smiths se atormentaron , pero fueron los de Seattle los que lo convirtieron en drama. Probablemente tampoco soy tan experto, en realidad no soy experto en nada, aunque sé lo que quiero decir. Existe un momento en el que muchas de las cosas dejan de sorprenderte porque tienes la sensación de haberlo visto antes, de haberlo oido, de haberlo saboreado, de haberlo sufrido. Cuando el primer amor termina todo es un drama. La sensación de final, la amarga y desconocida angustia de la soledad. La rabia, el desamor, la incapacidad de estar en todos esos lugares en los que has idealizado que fuiste feliz. Luego llega la segunda ruptura. Y la tercera. Y la treinta y dos. Entonces sabes que todas esas sensaciones ya las conoces y son incapaces de sorprenderte, como canciones que has oido o series que ya has visto, aunque sean con otros actores. Por supuesto que hay variantes y sorpresas magníficas, pero en la mayor parte de los casos no es nuevo. Deja de ser sorprendente. Deja de ser. Te enfría. Si nos viéramos por un plano secuencia infinito pareceríamos seres de hielo.

"Por si te acuerdas de mi te he apuntado en una barra de hielo mi dirección y mis mejores deseos"- dice una de las frases de mis canciones.

Afortunadamente existe una mayoría opuesta. Gente que se estuvo riendo mucho con "8 apellidos vascos" y que fue a ver "8 apellidos catalanes" y "8 apellidos marroquís", creyendo que no eran la misma infame y mediocre película. Después no entienden "un pez llamado Wanda" o no encuentran la gracia a "1941", "zombieland", "el jovencito frankenstein", "aterriza como puedas", "el mundo está loco, loco , loco" o "amanece que no es poco". Son títulos que se me ocurren sin pensar demasiado pero ejemplifican lo que quiero decir. Si no existiera esa gente no tendríamos más que las tres buenas de Star Wars, la primera de Rocky, ningún refrito de series conocidas y no se iba a producir ningún remake. Ayer dieron por la tele "el peor vecino del mundo" cuando la buena es "Ove", pero es sueca. Hay quien se cree muy original por comprarse un Alfa Romeo Junior, pero es un Jeep Avenger, un Opel Corsa, un Peugeot 2008 y un Fiat 600, entre otros. Cuando hay fans de Oasis que afirman que no les gusta The Stone Roses, no me valen como criterio. De todas formas hay una parte dentro de la psique del cerebro que parece necesitar de las sorpresas, aunque sean inventadas. Por eso todos conocemos a alguien que le encanta vivir de la emoción al drama como en una montaña rusa de sensaciones. También es verdad que lo mismo te envían unas fotos de amor infinito el martes y te lloran por la pérdida el viernes, hasta que se meten una raya de entusiasmo con algo que conocieron el sábado a las seis, antes de llegar a casa. Viene a ser como haber sido sometido a electroshock y volver a sentir el gusto de descubrir la comida que te apasiona, una y otra vez. Quizá es tan adictiva la serotonina desparramada por las terminaciones nerviosas que da lo mismo lo que lo genere porque lo que importa es la sensación. Vivo, muchos días, odiando la capacidad que tiene una mayoría de ser aparentemente feliz con globos que se pinchan o juguetes que ya estaban rotos.

Es envidia, lo sé.

Porque tengo más ganas de sorprenderme que de vivir, pero esa serie y ese disco ya lo vi antes. También hay conciertos en los que no me atrevo a entrar porque creo que no voy a ser capaz de entenderlos, pero eso es otra parte del cuento. En el 2025 se espera una película de Superman, otra de Avatar y alguna entrega de Jurassic Park. Ya verás como María del Carmen te intenta convencer de lo mucho que se ha sorprendido con cada una y, después, te presentará a su nuevo amor de esa semana.

21 de febrero de 2025

José Ramón, Manolo y la caída de Atenas.

José Ramón siempre fue un hijo de puta. Desde que pegaba a otros niños en el colegio hasta que robaba en los supermercados e insultaba a sus vecinos. Nunca lo ocultó. Si alguien le preguntaba si esta o aquella fechoría la había hecho lo aceptaba, porque era su naturaleza. No una enfermedad ni una excusa, simplemente era así.

Manolo, por el contrario, era el típico niño que hacía sus deberes y pasaba el balón a los que no metían goles, pero era necesario para que se sintieran partícipes del juego. Más tarde, cuando la adolescencia da paso a las charlas entre amigos que intentan solucionar el mundo, era ese amable interlocutor al que se le llenaba la boca con un mundo mejor y un futuro basado en el equilibrio, la bondad y la moralidad. Manolo demostraba estar lejos de las necesidades mundanas como el dinero y el sexo sin amor. Manolo montaba en bicicleta con alguna de las camisetas reivindicativas que poblaban su colección.

Los años, como algo incontrolable, pasaron.

José Ramón se convirtió en un gestor empresarial. La vida y su carácter, como es lógico, le llevaron a buscar el beneficio para su empresa, aunque eso tuviera como consecuencia los despidos en malas épocas y la negociación contractual que fuera más rentable para sus objetivos. Al fin y al cabo los recursos son algo limitado que hay que intentar optimizar hacia el lado propio. Si para salvaguardar el balance se contratan niños bengalíes, se hace. Se casó y se separó, porque el amor tiene caducidades extrañas. Nunca se preocupó de si sus empleados se follan a gente de su sexo, del contrario o a una cabra. Se la traía al pairo, literalmente, si eran negros, blancos, árabes o adoraban a satanás. La rentabilidad era su único baremo porque, pensaba, el rendimiento es la base para que a todos nos vaya mejor.

Manolo avanzó hasta un puesto público de relevancia. Su manera de expresarse para con el mundo, revolucionaria y buenista, dieron con él en un despacho ministerial. Concilió y se casó, creando una familia feliz. Compró un chalet con jardín y zona de juegos. Un coche de siete plazas cuando no usaba el oficial. También hay que reconocer que en algún momento,  fruto del estrés y de la propia naturaleza humana, se sintió atraído por alguna de sus jóvenes ayudantes, anonadadas por la admiración del líder. Nada que, a su parecer, no fuera lógico dada su excelsa superioridad moral para con sus enemigos. Con el tiempo los adversarios pasan a ser enemigos porque de esa forma se les deshumaniza. El acceso a recursos públicos, infinito porque todos los José Ramones pagan sus tributos, daba para pintar bancos de morado, llevar dinero a asociaciones interculturales de amiguetes hippys en países subtropicales y denunciar a todo aquel que no piense como él, acusándolo de algo tan grave como querer matar al planeta o a cualquier grupo minoritario víctima. Siempre hay una víctima para la próxima excusa.

Era de esperar que ambas concepciones del mundo chocaran en algún instante.

Cuando le hicieron una entrevista a José Ramón en la radio hizo lo que se esperaba de él: reconocer su propia maldad y pragmatismo abolutista sin ningún alarde al respecto. Manolo y su grupo de asesores decidieron investigarlo y, por supuesto, ponerle como ejemplo del descenso a los infiernos del mundo moderno. Sin haber incumplido ninguna ley le denunciaron por tener pocos hindúes y ningún evangelista en nómina. Le atacaron porque en los equipos de carga de sacos en camiones no había una sola mujer, sin decir que en los departamentos de diseño el 90% eran féminas. Pusieron un cartel en la calle con declaraciones de su ex, que le acusaba de ser un mal padre y que le llevaron a participar en tertulias televisivas donde ponía cara de tremenda pena porque José Ramón había reconocido haberla insultado. Cuando le preguntaron dijo que claro que lo había hecho porque ella le pidió el divorcio a la vez que le confesaba de llevar dos años follándose al jardinero, que era mucho más viril que él. Y eso, decía José Ramón, me enfadó. Se convirtió, sin quererlo, en todo lo malo. Malvendió la empresa y se marchó del país. Creó otra empresa en Nigeria y la volvió a hacer rentable.

Pero se guardó un as en la manga. Consiguió, a golpe de realidad que no de discurso, demostrar que Manolo contaminaba, se tiraba a sus becarias, acumulaba patrimonio, degradaba a sus subordinados, malgastaba dinero público, consumía drogas ilegales y rompía, sistemáticamente, todas las premisas morales que llevaba defendiendo, con furiosa cólera, demasiados años. Así que Manolo, acorralado, hizo un dignísimo comunicado en el que renunciaba a seguir liderando el país por presiones del malísimo enemigo. Eso sí, con una buena pensión pública porque Manolo nunca había aprendido a ser rentable.

El resultado fue, precisamente, el que se espera de una guerra: pierden todas las partes y, sobre todo, los civiles.

Así que llegaron los chinos, los americanos del norte, tres rusos y mano de obra india para quedarse con todo. Europa se volvió musulmana y la regla básica de la democracia consiguió que la mayoría hiciera suyo el destino común. En el año 3000 hablan de la Europa de los años 80 y 90 como si fuera Atenas, antes que lo arrasaran los Persas. O Roma, veinte minutos antes de la moda de las orgías, cuando Ramonum conquistaba territorios y Manolum se tumbaba a filosofar comiendo uvas.

14 de febrero de 2025

El amor es hábito.

Me dijo que necesitaba alguien más afín.

Con los años y la capacidad innata para observar el mundo de una manera en la que hace tiempo que dejé de ser partícipe he descubierto que hay muchas formas de amar. El amor, actividad necesaria como respirar o comer, es tan variable como los gustos. Eso no es malo ni es un guión de una película. Es lo que es. El amor es aquello que existía antes del momento en el que sentimos un vacío. Es ese instante en el que queremos contar algo que nos ha pasado a alguien en particular, como si aquello que nos pasara fuera solamente verdad cuando es compartido. Es quedarse tranquilo sabiendo que alguien vigila por ti y sentir la ilusión de saber que la vas a ver sonreir cuando aparezcas con cualquier sorpresa, paisaje o calentar el café desde que suena el timbre hasta que llega a la puerta. Supongo que son las pequeñas cosas mucho más que los titulares de las películas románticas. Ni siquiera es una cuestión de pareja sino una cuestión de personas y, sobre todo, es verdad cuando es costumbre.

La costumbre es hábito y un hábito es "Modo especial de proceder o conducirse adquirido por repetición de actos iguales o semejantes, u originado por tendencias instintivas." Dicho así puede parecer frío o puede perder la emoción cinematográfica de corretear por la playa, hacer el amor a la luz de la luna, besarse en medio de una avenida llena de ejecutivos que llegan tarde, encontrarse en un aeropuerto, aporrear las paredes con el beneplácito de los cuerpos o salpimentar la cocina sobre la encimera. Sin embargo cuando algo es un hábito, una costumbre, es algo imprescindible e irracional. Es algo que, como el tiempo atmosférico, unos días es bueno, otros es malo, otros es frío y otros reconfortante pero siempre está ahí y nos acompaña sin siquiera plantearnos que alguna vez no esté. Porque si mañana no está todo se convierte en un escenario blanco quirúrgico de desconcierto y vacío.

Amo a mi madre y aunque hay muchos días en los que no hablamos de nada, a las 21:30 nos llamamos. Es un hábito y es amor. Cuando no haya llamadas la tensión sobre los párpados será directamente proporcional al vacío. Por esa misma razón soy consciente de cuánto quise porque tengo la capacidad de sentirme vagando por la nada en los espacios que estaban poblados por aquella persona.

Pero, obviamente, esa es mi parte de la historia y solamente es la mitad del cuento.

No dudo que haya alguien más afín, más sorprendente, más viril, más rico, más disponible, más viajero, más sano, más listo y, sobre todo, más fácil. A veces la vida nos va pidiendo determinadas cosas y la facilidad es una de ellas. Las personas fáciles y predecibles, aunque menos emocionantes, son exitosas de alguna manera porque nos mantienen relajados ya que no dan para mucho más. En alguna ocasión me he dado de cabezazos contra la pared por vivir preguntándome el por qué de todas las cosas sin dedicarme exclusivamente a disfrutar de que sucedan. Muchas más veces, consciente de mis cien millones de limitaciones, me he quedado al margen convencido de, como un impostor, que no iba a ser capaz de hacer más feliz a quien estuviera cerca. Por eso, demasiadas veces, me escondo a mi cueva confinado para no contaminar a quien quiero de alguna infección que, como un hipocondriaco sentimental, estoy convencido de tener. También es una manera infame de amar y una representación de respeto extraño, aunque doloroso y, por supuesto, poco afín. Supongo que si te cuento mis miedos y lo pequeño que me siento ante la inmensidad de la vida, ya no me vas a ver igual. Y siempre quise sentir que estabas orgullosa de mi.

Que me convertí en tu costumbre.

El amor es costumbre, hábito. Hay muchas formas de amor aunque más de una vez te das cuenta tarde y por el vacío que se queda. Es la certificación exacta que ese hueco no lo va a llenar nadie, nunca. Porque cogió la forma, aunque esa forma no fuera afín. Puedes tener un coche nuevo más grande, más cómodo, más rápido y que te diga cosas mientras te lleva a los sitios, pero amaste a ese ruidoso vehículo de segunda mano que te dejó tirado en una carretera comarcal de Soria. Yo tengo etiqueta contaminante.