Una de las tareas más difíciles de la madurez, si es que madurez no resulta ser exclusivamente el paso del tiempo, es aceptar y aceptarse. Diferenciar, al estilo transaccional, el adulto, el padre, el niño y lo que era el niño adaptado, que es un niño cabrón de toda la vida. El que llora para comer pero no tiene ninguna pena.
Si no queremos leer y somos de esos que necesitan que se lo expliquen con manzanas es sencillo: el estómago y la cabeza.
El estómago, sobrevalorado por una escala de valores discutible, es el que te pide otra copa, la exaltación de la amistad, correr descalzo hasta su casa, quedarte en vela pasando las yemas de los dedos por las mesetas arqueadas de su cuerpo, gritar de esa forma en la que la garganta tiembla y saltar o dejarse llevar con los ojos casi cerrados con una canción o el petricor del otoño.
Y la cabeza, que es una cabrona fría y aguafiestas, valorando el motivo por el que nos llevamos y si, acaso, las consecuencias de dejarnos caer en pozos. Nos pregunta si ese es el pozo o si hay que irse a dormir para poder rendir mañana, si no habrá detrás de esa puerta un proceloso camino en el que terminemos donde ayer pero con cicatrices.
La equidistancia no, el entendimiento es el que se podría suponer un grado de madurez. Como un equipo deportivo uno defiende bien y otro es el que mete goles. No se puede ganar el campeonato del mundo sin saber a quien le corresponde actuar a cada momento. No se puede ser sólo estómago sin el organizador de juego que es la razón.
Pero resulta que la razón es definida un lastre para algunos casi como si viviéramos bajo la tiranía de los jugadores del equipo de fútbol en un instituto de adolescentes americanos en los que el goce, la cerveza, la turgencia y la fiesta del fin de semana o hacer un calvo desde el coche sean más importantes que un par de aburridas integrales eulerianas. Vivir en un anuncio, alargar la infancia hasta límites insospechados, es casi una religión. Y está bien, pero (y eso es lo que se olvida o se infravalora) respetando las horas de sueño.
En estos días inciertos, veloces como un Cadillac sin frenos, sólo veo estómagos vomitando. Hablan del sentir. "No pongas en duda jamás lo que yo siento"- me dijo al teléfono después de pedir perdón por enésima vez razonando ene veces todas y cada una de las ocasiones en las que me equivoqué. Pero su estómago, como una separación territorial que solamente nos hizo perder algo llamado futuro, lo rompió todo. Es una metáfora.
A veces hay que sentarse a pensar lo que dice el estómago, tamizarlo con la razón. No hacerle caso a ninguno de los dos pero sí a los dos. A veces el truco está en pensar diez segundos. A veces poner las reglas como quien tiene una palabra secreta que impida el daño. A veces, solamente a veces, pensé demasiado: para perderla. "A veces me pregunto, extrañada, el motivo por el que sigo esperando a que hagas algún movimiento" y cuando el estómago me lleva a la puerta del coche, me vuelvo a casa.
Será que no maduré. Pero esas noches me cuesta dormir intentando acallar las voces que salen del niño adaptado que vive en mi estomago. Definitivamente sólo me sé la teoría.
Claro que luego aparece Asier Etxeandia cantando a su padre la canción que él cantaba a su madre y el estómago me hace llorar. Mierda, yo no sé cantar. Sólo sé romperme.
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