Este verano pasado arranqué la moto y casi sin pensar aceleré, con la velocidad limitada que dan algunos centímetros cúbicos, en dirección contraria a mi casa. En la cabeza estaba la arrogancia de llegar a Lisboa en medio de las carreteras interminables. En la cabeza estaba conocer gentes, ver lugares, sentir el aire a través de la visera del casco y dormir en alguna buhardilla de esa ciudad que no existe pero está llena de cigüeñas que es Palencia. En la mochila tenía un par de mudas, porque en realidad nunca pensé en llegar tan lejos cuando desayuné. El aire en las piernas era agradable durante el día y frío cuando los coches van acelerando a tu lado si intentas desayunar en la plaza mayor de Valladolid. Las rectas eran eternas en autopista y remansos de paz en las carreteras nacionales. Los pueblos te llaman cada vez que los atraviesas y cuanto más lúgubre parece el bar, más cómodo te sientes dentro.
Al final aprendí que las mejores carreteras siempre son las comarcales, si es que el viaje es mucho más importante que el destino. Aprendí que no hay demasiada prisa cuando quieres aprender de todas y cada una de aquellas cosas que estás sintiendo. Aprendí que el fin del mundo está un poco más allá de Salamanca, que es donde mis miedos no me dejaron continuar y donde arranqué, esquivando un rebaño de ovejas, en dirección al castillo que vuelve a ser mi casa.
Y, sin embargo, cuando algunos han hecho algo parecido a lo que yo quise hacer, me muero de envidia y vuelvo a esperar a ver si este verano, a la tercera, es la vencida en que llego hasta Lisboa.
Con todos ustedes: Pippo & Astutto (Madrid-Lisboa-New York) (en una vespa del 64)
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