Una de las cosas que estoy intentando terminar de aprender antes de que acabe el año es que si bien yo mismo soy responsable de mi futuro tampoco he de hacer mías las decisiones, los fracasos o los aciertos de las personas que orbitan alrededor de mi submundo. Rebelarse contra ello o castigarse creyendo que el jefe te despidió porque eres tú o que ella se enfadó porque hiciste algo mal descuenta la capacidad de la otra parte de tener criterio, acertado o no, propio.
Tenemos capacidad de modificar nuestro mundo, eso es cierto, pero no tenemos una capacidad absoluta. Pensar que suspendes porque el profe te tiene manía es una excusa pueril que no es cierta la mayoría de las veces.
Todos los seres humanos se equivocan o nos equivocamos. Da igual que seas un político con demasiada caradura y decidas despedir a los médicos pero no prescindir de tu puesto directivo en la sanidad de Madrid o que elimines la paga extra a los funcionarios en el Pais Vasco pero, casualmente, haya un error que te ingrese una nómina de más en tu cuenta si es que vives en Euskadi. Hay personas que han adoptado como suya la creencia que la culpa siempre es de otro, como si fuera un presidente autonómico que culpa al estado mientras el estado culpa a Alemania y Alemania culpa a la economía chimna mientras a los chinos les da todo igual. La búsqueda de ese balance entre la responsabilidad propia, la adquirida y la ajena es el paso previo para una asimilación correcta de la verdad, que se compone en partes iguales de posible e imposibles.
Así que me voy a disfrazar de anuncio vintage de turrón y me voy a hacer feliz a mamá, que eso sí que lo puedo hacer.
Os veo después de navidad.
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