Uno de los comentarios más extendidos a lo largo de la Semana Santa, dicho de forma puntual pero que se oye de soslayo en la SER y de forma atronadora en la COPE es que se está dando un rebrote de la afluencia de personas jóvenes a todos esos ceremoniales típicos de la cena, traición por parte de Judas (que es el secundario de lujo), crucifixión y resurrección de Cristo.
Esconde, quizá, un refugio donde algunos se guardan del extraño derrumbe de todos aquellos valores, personificados en los becerros de oro con forma de ladrillos, coches, viajes o tetas de silicona, en el que estábamos escondidos hasta hace nada.
Quizá, por simplificar, al no poder permitirnos el lujo de viajar más allá de donde se queda el horizonte, hemos vuelvo al pueblecito donde nuestros padres empezaron a amar a nuestras madres y donde lo único que nos queda es ver la figurilla tallada de un señor en la cruz paseando entre las calles que durante el año habitan los perros de los vecinos tumbados al sol.
Puede que en ese caso los urbanitas de tercera generación estamos en desventaja.
El caso es que a nadie se le escapa que en un momento de cambio de valores y de cambio drástico en la manera de ver el mundo todo lo religioso suele vivir en un aceptable caldo de cultivo. Primero fueron las alarmas que avisaban cómo todos esos charlatanes con forma de predicadores anglosajones se estaban llevando las almas más débiles. Después nos sorprendió descubrir que aplicar la democracia en más de un país árabe era dejar en manos (y pistolas) de las homeopáticas respuestas de imanes irracionales los designios de toda una población y ahora, sin hacer ruido, nuestro cristianismo tradicional se frota las manos al descubrir que más de uno, cansado de buscar respuestas en google, necesita creer en la bondad humana y en una dirección que le indique algún personaje, real o ficticio, a fin de poder salir del estado de paralización personal en el que más de uno estamos sumergidos.
Que el ser humano necesita, más a menudo que de vez en cuando, un empujoncito que le ayude a ser feliz (o a creerselo) es algo que resulta extensivo a todos y cada uno de nosotros. No hace falta un terapeuta ni un cura, ni siquiera una chequera llena de billetes. No hace falta que alguien dibuje delante de tu cara el estado completo de la libertad personal para que elijas libremente cuando has elegido libremente durante demasiados años y has terminado sentado en tu casa mientras ves llover fuera y solo eres capaz de recordar las miles de veces que te equivocaste.
Mientras suenan campanas cerca del lugar desde el que escribo me imagino a un ex-broker de rodillas sobre las tablas de madera de la iglesia. A una antigua pija confesándose mientras su larga melena rubia ilumina la rejilla del confesionario. Al componente del consejo de dirección de una empresa externalizada en China pasando, una tras otra, las perlas del rosario e incluso a un constructor recibiendo una hostia, pero de las que se deshacen en la boca.
Y después van todos juntos a celebrar la resurrección porque quizá es algo mejor que quedarse en casa pensando en qué falló o bajar a la calle a dejar patente, delante de todos aquellos a los que juramos, casi infalibles, que éramos la personalización del éxito, que en algo nos equivocamos.
La religión, en ese caso, es donde se esconden muchos de los que están perdidos porque es como un buen comercial: siempre tiene algo que responder, aunque no diga nada que no sepamos.
Y como no nos hemos dedicado a buscar respuestas sino a conseguir cosas, estamos perdiendo una generación que se ha ido quedando sin rumbo, pero ganamos en turismo interior y vamos, como evangelizadores del siglo XXI, extendiendo el cristianismo por Wall Street.
Pd: Todo esto de agarrarse a respuestas de hace veinte siglos para solucionar nuestros problemas de ahora es una obviedad que no me gusta mucho, por lo anacrónico.
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