Vivimos en una sociedad obsesionada con muchas cosas aunque luego, por eso de quedar bien, se niegue. Aquí a todos nos gusta disponer de fondos, estar ágil, saber disfrutar de míticos atardeceres, quedarnos relajados y felices después de un polvo complice y gratificante, comer rico y sin prisa, apurar la aceituna del martini o poder ser nosotros mismos con alguien que no nos va a pasar factura después.
Una de las grandes mentiras a las que se agarran los filósofos de bar y emisores de stories de whatsapp es que el esfuerzo tiene recompensa. Que podrás tener los brazos de Nadal y el vientre de Elle McPerson solamente con proponértelo. Que los 60 años de Brad Pitt están al alcance de tu mano y que una casa con terraza infinita es el fruto de disponer de una dirección en la que caminar, un poquito, cada día. Nadie, mucho menos tu psicólogo, te va a decir que has de conformarte salvo que se empeñe en convencerte en que ya has llegado.
Así que muchos hemos vivido con la brújula puesta en un objetivo que no existe.
Es más que probable que nuestros padres o nuestros abuelos vivieron con el esfuerzo clavado en los músculos. También es verdad que su vida, sacrificada y localista, iba sumando ladrillo tras ladrillo a la casa que crearon para su familia.
Vuestros hijos, nacidos rozando el cambio de dígito en el milenio, pierden el culo por vivir experiencias. Estar borrachos en Magalluf, ver el atardecer en Santorini, comer un perrito caliente en la quinta avenida. Han aprendido que habitan un mundo, a su servicio, al que han de exprimir persiguiendo todo a lo que tienen derecho.
En medio, y casi como algo de manera cíclica, hay generaciones algo más grises. Sucedió la espectacular música de finales de los 60, con el Punk cerca del 77 y con el Grunge de 1992. Es cierto que el Punk culpaba al sistema y el Grunge se regodeaba en la miseria personal ( hasta que llegó Rage Against the Machine) pero no eran movimientos especialmente felices. Supongo, porque soy mucho de sentarme a ver lo que significa la música que me rodea, que mi vuelta al grunge tiene que ver con la certificación de aceptar que nunca seré lo que soñé ser. No seré rico, es imposible que vuelva a ser una gacela, necesito una chaquetita cuando entra el frio del cantábrico, cuido mi alimentación y no me atrevo a firmar los contratos que no estoy convencido que pueda cumplir sobradamente.
Quiero creer que, salvo los locos y los fanáticos, todos tenemos miedos. Es más, hay muchas más Creep que Walking on Sunshine. Hay más Black que Shiny Happy People. Y mucho Killing in the Name.
Si algo tienen las relaciones humanas enriquecedoras es que te proporcionan un espejo que te devuelve una imagen que te equilibra. Te mejora cuando te sientes un guiñapo y te frena, sujetándote, cuando te pones en la proa del Titanic gritando que eres el rey del mundo. Si es recíproco dicen que es la hostia. Desafortunadamente nunca he sido de barcos ni de chalupas y me han contado tantas veces lo espectacular que es la terraza con vistas al mar de aquel amante viril que siempre está disponible con las palabras adecuadas y el vino correcto, que el pedazo de monte que se adivina desde el sitio donde pongo a secar la ropa de la lavadora me lo guardo como el que esconde una cicatriz. Una de las grandes luchas es aquella que tenemos contra nosotros mismos y la punzada en el centro del orgullo que nos genera la posibilidad de habernos convertido en un fraude si nos vemos desde donde queríamos llegar.
También es complicado lidiar con esas imágenes de mil hijos de puta sonriendo, por supuesto de forma inmerecida, desde un lugar que parece uno de tus sueños. Ahí están, aparentemente sanos, aparentemente felices, aparentemente enamorados, aparentemente con los hijos perfectos, aparentemente sin problemas, aparentemente con un coche nuevo, una barbacoa caliente, una cartera llena y el puto atardecer que les hace quedar bien sin filtros. Será que han decidido pasarse al pop más facilón y esperan el momento en el que ponerse condescendientes para que sigas el camino de felicidad que ellos han emprendido. Se atreven a darte consejos como si hubieran encontrado el Parnaso y el Dorado, a la vez. Hay muchos humanos de mediana edad que se han olvidado de donde venían y quieren convertirse en sus hijos: vivir experimentando sin saber saborear las experiencias pero irradiando una luz que quema a los demás. Los festivales están llenos de jubilados y adolescentes. Es casi demoniaco ver a un abuelo pintón apurando un porro con su nieto influencer en medio de un concierto de regetton playero.
¿Hay envidia en esa visión?. Si. La misma de la hormiga viendo cómo se va de fiesta la cigarra. Sobre todo cuando, al llegar el invierno, la cigarra sigue de fiesta y exige que el gobierno le quite la mitad a la hormiga.
Llega un momento en el que si no mides un metro ochenta, sales a sitios cool, conduces un coche con extras, eliges bien el vino, eres imaginativo y sorprendente, follas como se espera de ti, viajas lejísimos, cantas las canciones de moda y te queda la ropa bien a la par que estás bien peinado, no eres nadie. Resultas invisible. Y oye, aunque mirándolo así invisibles somos todos, todavía hay quien te lo pone como condición. "Si no eres así es por lo mismo por lo que no eres una gacela: porque no quieres"
Después te envían una foto de un atardecer y te desean lo mejor mientras te explican que el paraíso huele maravilloso y todo está ordenadísimo.
Llevo años difuminándome y escribiendo con tinta invisible de esa que se puede leer si le aplicas calor.
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