Nunca me importó que alguien pasara por casa. No he tenido ningún problema en las visitas y, es más, creo que soy un anfitrión generoso. Sin embargo siempre fue un problema que mis padres vinieran a hacerme una visita porque en mi cerebro predictivo sufría una crítica salvaje sobre la ubicación de los elementos, los colores del salón o porque me dejé un vaso sin fregar. Quizá por eso, y no porque mis padres fueran menos importantes que mis visitas, esa posibilidad de ser fiscalizado por alguien cuya opinión me importa en demasía siempre puso trabas a esas visitas. Es más, prefería que se quedaran en un hotel antes de que descubrieran que me sale aguado el café de las mañanas.
A veces, llevando ese conflicto personal a otras facetas, me he vuelto a casa porque no quería que ella pudiera certificar que ronco como un motor diesel mal ajustado cuando me duermo profundamente. En mi cerebro yo aparecía dormido y ella, incorporada en su lado de la cama, me miraba con cara de "valiente saco de mierda he metido entre mis sábanas". Con esa fijación infinita en no decepcionar a alguien que me importa, optaba por la escapada aún perdiendo el regusto de despertar junto a su mesilla.
Alguna vez fui invitado a alguna cena entre extraños y terminó siendo una reunión de amigos. Fue tan buena aquella noche de risas y anécdotas entre los vinos de una bodega riojana que decidí no volver jamás porque no me veía capaz de ser tan ocurrente como en aquella ocasión. Lo recuerdo cuando paso por el desvío de la autopista que marca aquella población.
Dejé de competir el día que no me vi capaz de ganar, aunque tampoco gané muchas veces antes.
No quedé contigo esa noche en la que estaba apagado ni el día en el que era incapaz de pensar en un lugar nuevo con el que sorprenderte.
Si me voy atrás en el tiempo vuelvo a tener siete años. Nos daban las notas en papel con unas estrellitas al fondo y cada sobresaliente eran diez. Como teníamos diez asignaturas el máximo eran cien estrellas. Yo llegué a casa con 98. Mi señor padre, creyendo que de esa forma podría apostar por la excelencia de su hijo, hizo un tremendo hincapié en las dos estrellas faltantes. Yo me acosté con la firme determinación de llegar a cien en la siguiente evaluación pero me quedé en 99 porque nunca se me dió bien el euskera. Sentí una punzada de fracaso y presentar 90 era casi un sinónimo de vergüenza. Con 16 años, más o menos, estaba entrenando tiros en una canasta debajo de casa. Para ganar partidos nunca está de más entrenar. Carmelo, un hombre eternamente jubilado amigo de la familia, pasó por delante. "Ya me ha dicho tu padre lo orgulloso que está de ti"- me dijo. Yo le agradecí el cumplido. Cuando se marchó subí enfurecido a casa. "¿Me tengo que enterar por los demás que estás orgulloso de mi?"- le dije. "Si te lo digo"-explicó- "dejarías de esforzarte". Ahora sé que era su forma de ver las cosas pero también el poso que me había dejado y que sigo luchando contra él.
Intentar hacer las cosas bien no es malo. Esforzarse es hasta sano. Tener la firme convicción de que siempre se puede hacer mejor consigue revisar las cosas varias veces y pulir errores. Creerse un mierda es un asco. A veces lo llaman síndrome del impostor pero ese habla de la sensación de ser descubierto como un fraude ante un éxito y , aunque se parece, a mi me sucede con la gente que me importa. No me afecta un crítica de jose Ramon, el del tercero. Si que me afecta cuando escojo un bar para ir contigo y no nos atienden bien. Entre el estómago y los pulmones siento una presión intermitente. Cojo un palé de culpabilidad y responsabilidad, me lo cargo a las espaldas y voy con él, cojeando y encorvado, analizando en qué fallé. Mi parte racional sabe que la intención, la elección y la decisión no era mala pero al valorar el resultado final, como un entrenador de un equipo de malos futbolistas, tiendo a desear presentar mi dimisión. No me vale que no la admitas porque es irrevocable. Absurda, destructiva, infantil, dañina pero una y otra vez repitiéndome que podría hacerlo mejor y que debería haber adivinado lo que iba a suceder.
90 es vergüenza, 99 insuficiente. Aspiro a ser excepcional pero no lo soy nunca. Es tremendamente complicado vivir con ello porque, además, alimenta la sensación de fallar a todos los que me importan. Entonces es cuando se convierte en un circulo vicioso. Cuando voy a ver a mi madre estoy menos de 24 horas. Lo tengo calculado como el tiempo máximo en que puedo actuar perfectamente y sé que cuando me marcho le duele, y me duele ver esa cara de niña pequeña que se queda sola en el colegio cuando la dejan en la puerta.
Supongo que si fuera yo me iba a querer igual, y lo sé. Soy yo el que no se quiere, probablemente. A veces es solamente estar y no consigo quitarme de encima la necesidad de estar mejor, elegir mejor, querer mejor y reconocer que más de 90 es muy buena nota. Pero siempre he querido ser 100 contigo, con mis padres, en el trabajo, escribiendo, contando anécdotas y jugando al trivial. Y eso no se puede.
Sentir que no soy quien he pensado que se espera que soy, aunque no sea verdad, me cuesta demasiado. Al menos lo sé. Es un principio.
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