Ayer, en Bilbao, 15,000 personas fueron a ver un concierto de música sin músicos.
Viene a ser lo mismo que apoyar al comercio sin entrar en una tienda, contar que dispones de una fabulosa vida sentimental sin compartir tus miedos con nadie, efectuar una conducción deportiva con un coche automático que lleva activado el asistente de cambio de carril o jactarse de sobrevivir en la selva por haber pasado tres días en un resort de Vietnam.
Estamos sumergidos en el verano de las experiencias descafeinadas donde es mucho más importante el título que el conocimiento. Vamos, como la educación moderna.
Nos enfrentamos a una situación donde el fantasma hedonista que habita en el hombro de una mayoría demasiado ruidosa se hace con las riendas de todo. Mari Tere ( nombre ficticio) se ha fijado en un muchacho atlético en la playa. Le ha mirado desde la toalla de enfrente. Con el movil, puesto de forma que no refleje demasiado el sol, le ha buscado en alguna aplicación sin éxito. Con una foto que le ha hecho ha efectuado una búsqueda de imágenes en Google. Se debate entre varios resultados y , por supuesto, ha elegido a un físico teórico termonuclear de buena planta con el que fantasea mientras se deja calentar por el sol sin percatarse que pone que se llama Rashid y vive en Nueva Delhi. En realidad el chico responde al nombre de Jose Ramón ( nombre ficticio, también) y trabaja en el servicio de recogida de basuras del ayuntamiento por las noches. Un trabajo dignísimo y mucho más útil para el día a día que la fusión fría teórica.
Mari Tere le piensa llegando a la puerta del hotel con su bata blanca y las gafas de pasta. Justo cuando ella acaba de salir de la ducha y se tapa las carnes con una toalla blanca y esponjosa. Quiere que pase eso, precisamente eso. Como ella lo desea tanto, debería de ser cierto. Si deseas algo con la suficiente intensidad, sucederá. A Jose Ramón, que está completamente ajeno a los deseos de Mari Tere, lo último que le apetece es acostarse con, según sus gustos, una tanoréxica arrugada sobrada de kilos que además lleva un aro en la nariz y un tatuaje, ajado ya, de una campanilla en el hombro. Es un dibujo que tenía gracia en 2003 pero ha envejecido peor que una camiseta con un smiley.
Ella escoge un selfie, de los quince que se ha hecho, con las gafas de sol y el muchacho al fondo. Pone filtros para parecer lo guapa que sería si estuviera buena y se queda esperando que todo suceda. Pero no hace nada por que suceda y, obviamente, no sucede.
"Qué guapo el chico de atrás"- le escriben en un comentario que lee al llegar a la pensión sin toallas en la que se aloja. "Era gay"- responde. "Ahora a disfrutar de la noche"- añade. Y enciende la tele mientras, en la calle, Jose Ramón pasa con el camión recogiendo el cartón de la pizza que ha cenado.
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