Un ejemplo de silogismo para un niño pequeño que haya vivido en los 80 (que los hay) es: Dios es amor. El amor es ciego. Steve Wonder es ciego. Conclusión: Steve Wonder es Dios.
En realidad, y aunque parezca algo absolutamente pueril, vivimos en un mundo que cada día se acerca más al silogismo barato y absoluto: El empresario es rico. Me hago empresario. Soy rico.
De la misma forma lo podemos aplicar a cualquier otro caso: Cuando dormia conmigo se levantaba tarde. Me ha dicho que se ha levantado tarde. Se acuesta con otro.
Mi terapeuta dice que soy un auténtico fenómeno realizando silogismos. Yo también lo creo. Dice, y probablemente tenga razón, que por muy bien que esté realizado un silogismo no tiene por qué ser cierto. En realidad la base del razonamiento lógico en el que nos hemos acostumbrado a vivir tiene el problema de eliminar de un solo plumazo las variables grisácesas de la verdad. Hemos aprendido a vivir en un mundo creado al estilo computacional donde las cosas son blancas o negras, donde existe el cielo y el infierno, donde nadie puede estar en el limbo o acercándose a la verdad.
La política, como si fuera un estudio patrocinado por una empresa, cojea tremendamente del mundo del silogismo. Cuando Ana Botella fue la responsable de medio ambiente de Madrid hizo lo mejor para bajar los índices de polución: quitar los medidores de las zonas más contaminadas. Las organizaciones que hacen concurridas ruedas de prensa basadas en la seriedad del dato nunca son capaces de demostrar si la muestra utilizada es representativa sino que lanzan el resultado que interesa al patrocinador del estudio que, al fin y al cabo, es el mecenas de los investigadores mercenarios. En internet hay argumentos perfectamente lógicos que demuestran, con datos, lo mismo y lo contrario. Cada uno es libre de hacer suyo el silogismo que necesite.
Pero nadie dijo que un silogismo bien construído sea verdad aunque, como un buen cuento de navidad, nos guste creer que sea así porque tiene el tufillo de la rotundidad.
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