No me gustan las norias.
Estás solo, en un cajón,
alejándote del mundo. Y las personas se van haciendo pequeñas, como hormigas. Las
ves casi perdidas por los caminos que hay entre las barracas cargando sus
tesoros, sus peluches, sus comidas grasientas de forma cíclica y ceremonial.
Las ves de lejos y viene esa sensación lenta y extraña en la que el estómago
sube un poco y se sostiene en el mismo instante en el que se toca el punto alto
del círculo de metal que es la atracción. Justo ahí existe un segundo de
soledad absoluta, de falta de otros delante o detrás. Es un punto en el que la
respiración se contiene y justo después todo crece sin control. Mucho más
rápido de lo que se fue. Crecen las personas, las hormigas son manadas de bisontes y luego
vuelven a ser personas. Entonces busco a alguien que mire la noria y fijo sus
ojos para que me vea pasar, para que me encuentre y tengamos un recorrido como
el que se tiene cuando sale el tren pero yo, en realidad, no voy a ningún
sitio. Vuelvo a subir. Todo se repite. A la tercera vuelta deja de ser
emocionante pero sigo sin hablar porque debería de estar como un niño y estoy
sintiéndome una cámara que graba un documental sobre el comportamiento humano aunque
no soy más que un humano más. Creo que soy pequeño cuando estoy arriba. Creo
que soy vulgar cuando estoy abajo. No estoy cómodo en ningún sitio. No.
Definitivamente no me gustan las norias.
En fin, llego sin rumbo por el
ayuntamiento. Los amigos hemos quedado como si fuera un ceremonial. Todo es un
tumulto ordenado y multicolor. Una especie de exaltación de la libertad donde
cada uno comprende el lugar hasta el que llega. Groucho, como siempre, me
saluda al llegar. Más adelante las decoraciones me hablan de las críticas o de
la libertad sexual aunque siempre no es no, y a mí me han dicho que no muchas
veces. Alguna me dijeron que sí. Alguna vez me encontraron bailando, como si no
fuera yo mismo, Sin Cuartel y con un mojito en la mano. A veces me agarraron
delante de una verbena. Al llegar una actuación parece que rodea a mis amigos.
Nos vemos y hay metros pero se recorren en días hasta llegar a ese grupo.
Caminando hay encuentros con la historia de cada uno, como si estuviera en
medio de la marabunta de la vida. Me la encontré, también encontré a mi
compañero de pupitre y a tres turistas andaluzas que se perdieron visitando el
cantábrico. Me preguntaron a donde ir y ya estaban en medio de todo con sus
pequeños pantalones y unas sonrisas que no se pueden quitar de la cara, de esas
caras que lo miran todo para no olvidarlo. De esas miradas que se quedan
clavadas a cámara lenta como un anuncio de telefonía que vende felicidad y
modernidad a partes iguales junto con decisión y autoridad, con poderosa y
suave fortaleza, como una espalda limpia con leche de almendras.
Nos encontramos, los amigos, en
círculo como un rondo de fútbol. Con un balón con forma de kalimotxo que nos
vamos pasando con mayores y menores florituras. Hablamos de a dónde vamos, de
qué conciertos hay. El ceremonial de la planificación está en el programa
festivo de la misma forma que volveremos a los mismos lugares. Subiremos a
Algara para oir la música desde el puente del Arenal, con la ría a nuestra
izquierda. Si nos perdemos quedaremos en La Granja aunque el bar ya no exista, aunque delante
vaya a poner una bandera la modernidad mal entendida en forma de comercio
lejano y barato, de esos que usan a niños para vender las bragas a un euro.
Tampoco importa mientras se pasea dialécticamente por encima de lo que se hizo
ayer y lo que se va a hacer mañana. Uno dice que ligó pero es mentira. Otro le
recuerda que la película Pagafantas se grabó en los mismísimos Jardines de
Albia, que es donde hay que pasar a comer un pintxo moruno, con “tx” porque es
Aste Nagusia y para eso somos de Bilbao. Se baja a Gogorregi para la
emocionante perversión de la euskaldunización del día, para que suene
Extremoduro y SutaGar uno detrás de otro o para que, de una modernidad extraña,
aparezca Asier Bilbao vestido de ikurriña contando cómo se cuelga de las
perchas como tirolíneas hasta llegar al mismísimo teatro Arriaga para ponerse
tierno con un chulazo que podría estar cortando troncos en Amoroto. No deja de
ser gracioso y no deja de ser algo nuestro. Hemos pasado del jazz al turismo y
del turismo a rock, del rock a la modernidad y de la modernidad al
transformismo. Todo en el mismo lugar y todo juntos. Uno dice que cree que ha
vuelto a ligar.
En realidad no ha pasado nada. No
ha sucedido nada. No somos más sabios ni hemos arreglado los problemas del
mundo. El Athletic sigue en primera siendo de los primeros pero no el primero
y, normalmente, tampoco el segundo. Creemos que tienen que suceder cosas para
sentirnos plenos y, sin embargo, la mayor parte del tiempo en la vida no sucede
nada menos importante que estar vivos, que estar juntos y que encontrar un
lugar donde poder ser nosotros. Dime que no es maravilloso haber encontrado un
refugio. Ese sitio donde todo vale y todo se respeta pero todos nos respetamos.
Ese oasis caliente, como agosto, que nos reconforta sin darnos cuenta que va
pasando el tiempo. Ese oasis con MariJaia como palmeras indicando la ubicación.
Ese sitio donde aún es más importante estar que twittearlo, mirar al de
enfrente que mirar el móvil. Cuando se mira una pantalla se pierde una
actuación o una ronda de cervezas.
-Dejemos los móviles
-¿Y volver a 1987?
-Algo así, pero con menos
hombreras.
-Es para estar localizado.
-No seas hipócrita. ¿Cuántas
llamadas has hecho en los últimos diez días?
Nos fuimos a Abando. Junto a las
vías del tren, como si fuéramos unos espías de la segunda guerra mundial,
alquilamos una consigna con el número 26 en la llave. Yo la llevé encima tras
un amañado sorteo. Salimos, cómo no, frente a La Granja. Recorrimos
Ledesma mirando a quienes están con sus mensajes y sus selfies como si fueran
fumadores el mismo día que se deja de fumar, que siempre es mal día. Hicimos un
ceremonial de vinos, un brindis en el que nos encontramos una y otra vez.
Quisimos arreglar un poco el mundo pero al final jugamos a poner voces en el
grupo de chicas que nos miraban de lejos. No nos acercamos, la verdad, quizá
por miedo a que nos quisieran mandar un whatsapp. Tampoco pasa nada. Somos de
Bilbao. No ligamos, realmente, más que un par de veces en la vida.
¿Cuándo nos fijamos por última
vez en los balcones que hay cerca de los juzgados?. ¿Sabías que el edificio de
la plaza Venezuela tiene forma de barco desde el aire porque es hasta donde
llegaban los navíos que venían con sus cargas a Bilbao y se llevaban el hierro
a la Gran Bretaña?.
La campa de los ingleses se llama así porque en esas explanadas donde ahora
está la torre, al lado del museo, jugaban al fútbol los marineros en sus días
muertos. Me gustan las luces reflejando en la ría mientras cruzo el puente de
Zubizuri. Es soprendente lo que se ve cuando no hay una vibración llamando al
narcisismo a todas horas. Hasta los bocadillos de jamón huelen mejor en la
calle Ascao, detrás de la iglesia de San Nicolás, que es un lugar en el que
quedé la primera de las dos veces que liga un bilbaíno como yo. En Unamuno nos
sentamos en las escaleras que suben a las campas de Mallona, prolegómeno del
parque Etxebarria, para ver llegar a la gente del metro y cómo algunos esperan
a que una mesa se quede vacía para comer unos champiñones grasientos sobre pan,
como un delicatesen autóctono.
-Me fumaba un cigarro- dice al
acabar el bocadillo
-Y yo hacía alguna foto y mandaba
unos mensajes- digo yo.
Así que nos quedamos como se
tienen que quedar los amigos: empate y geolocalizados porque están el uno al
lado del otro y los dos al lado de los demás. La mejor ubicación es la que
puedes alcanzar con la mano.
En ese instante nos damos cuenta
que ese, el que siempre dice que liga, está hablando con unas chicas. Va a ser
verdad que tiene un don pero más que un don parece que es un guardia urbano.
Hace muchos gestos señalándonos y mirando al cielo después. Marca con el dedo.
Hace el gesto de andar con el índice y el medio. Se toca los bolsillos como si
le faltara algo y pone cara de mimo abandonado. Hace el signo universal de stop
y vuelve al grupo.
-No me jodas, tío. Alguno tiene
que tener un móvil.
-No. No tenemos. Es el día sin
móvil
-Es que son extranjeras y no sé
como explicarlas
-¿El qué?
-Que hay fuegos artificiales y se
sube por aquí.
-Eso es fácil: fireworks.
-Sí. A eso llego. No me jodas.
-¿Para qué quieres el móvil?
-Para el traductor
-¿Tú te crees que tu padre y tu
madre usaron traductor?. Anda –dice levantando la mano- ve y arréglatelas.
Se va a las chicas y sonríe. Las
acerca. Dos austriacas y una alemana delgada que juraría que es de la Alemania del este. Blanca
y pelirroja. El alemán es un idioma que, cuando no lo entiendes, crees que
están hablando mal de ti. Luego dicen del Euskera. Subimos las escaleras y
vamos dejando atrás el casco viejo que, si lo ves con cariño, tiene forma de
corazón con la aorta saliendo de la catedral de Santiago. Palpitando en
fiestas. Nos vamos parando para explicar, con gestos y sin apoyo tecnológico,
nuestra ciudad desde el aire que dan las laderas del botxo. Al final del
camino, como una llegada sorpresa, nos esperan las atracciones. Nos esperan los
autos de choque y la carpa donde siempre huele a txistorra pero es chorizo,
donde se come pollo asado y los camareros van con sus camisas blancas y sus
pantalones negros. Se ve el circo, que suele ser mundial. Alguna montaña rusa
y, mierda, la noria enorme. Reconozco que es menos amenazadora cuando se está
con los amigos, unos vinos y un grupo de alemanas. Tengo que admitir que,
iluminada, es casi una visión más allá del cielo que nos rodea, del refugio que
nos compone. Allí van, fruto de la cortesía mal entendida del latin lover
vasco, para comprar boletos. Allí vamos porque no se puede ser parte de un
grupo sin hacer lo que hace el grupo y esperamos a que vaya parando, a que
vayan subiendo las familias que están delante nuestro, a que se pongan en sus
huecos parejas recién encontradas o encontradas hace tiempo.
Montamos en nuestros balancines.
Dejamos que dejen de bambolearse tras subir por turnos. Reimos contenidos por
la sensación de riesgo mínimo pero riesgo al fin y al cabo. Se mueve. Cojo aire
por un momento y el ruido se detiene o no: suena a engranajes. Sube. Veo las
personas como manadas de bisontes y luego espero que se vuelvan hormigas pero
me despista una risa, una risa en alemán pero una risa al fin y al cabo, que es
un idioma universal. Detrás de esa risa aparece Bilbao y la ría. Y las torres. Las luces. Creo que soy un privilegiado y no
se mueve mi estómago ni me siento lejos o cerca del mundo. Estoy con mis amigos
y estoy en mi ciudad. Estoy sin interrupciones, que es como se debe de estar,
ni de mi cabeza atontada ni de un mundo que cree que la verdad está detrás de
una pantalla cuando, joder, es tan grande y tan pequeño todo desde aquí. Es
grande porque lo tiene todo. Es pequeño porque puedo ver las calles por las que
jugué, las calles por las que me perdí, las esquinas y los portales donde,
antes del cambio climático, me resguardaba de la lluvia que nunca cesaba.
Bilbao será el mediterráneo climático para nuestros nietos. Alguno, quien sabe,
con apellidos germánicos. Creo que mi amigo sí que liga alguna vez. No me
cambio por él. Hemos subido y hemos bajado. Volvemos a dar otra vuelta y estoy
esperando a volver a llegar arriba pero no para mirar abajo sino para memorizar
la inmensidad de una ciudad en fiestas. Frenamos.
Nos quedamos en lo alto.
Las luces se apagan y todo se
frena, con una leve brisa de agosto y algo que llevo a recordar de las
emociones que se sienten cuando, siendo más pequeño, algo iba a suceder pero no
sabías por donde. La ciudad se frena también. Un ruido a nuestro lado.
Ensordecedor. El primero de los tres petardos que empiezan los fuegos, esos que
tenemos todos los días porque somos así de grandes, como un perro de doce
metros. Y veo salir las carcasas desde abajo. Explotan a mi altura,
iluminándolo todo. Veo las palmeras deshaciéndose entre mis ojos y mis pies. Sonrío
con cada petardo y busco cada combinación de colores. Van pasando una tras otra
las tracas y el ruido, las luces y los relámpagos. En cada una veo a la ciudad
y a los amigos, veo la hospitalidad y la realidad. Veo la sensación
recorriéndome y ninguno, en medio de ese espectáculo de luz y de imágenes, en
ese instante irrepetible y casual que sucede nueve días todos los años, añora
su teléfono ni nada más que estar ahí, como si hubiera una alineación de
planetas. Como si Aste Nagusia fuera el eclipse necesario para coger aire o
hacer el redoble final que tiene el verano, como si fuera la terapia de choque
contra las fobias.
Como si fuera una forma de adorar
las norias.
A uno de mis amigos le gustan las
alemanas. Otro dejó de fumar. No pasó nada y pasó todo. Lo tenemos todo. En eso
consiste esa semana de nueve días.
Ahora sí, me gustan las norias.
(Bienvenidos a las Fiestas de Bilbao 2017)