Hay vacíos infinitos.
Hay faros que van guiando caminos y que no se les da importancia porque siempre estuvieron iluminando, sin dejar de hacerlo ni una sola noche. Milagros, como eso de dar a un interruptor y que se haga la luz, que no aparecen en las listas de los grandes hitos del siglo.
Y luego, normalmente detrás de un gran cataclismo de esos que son de verdad y no los dramas cotidianos sin importancia, resulta que ese faro o ese fluído eléctrico no está. Pero no pasa nada porque somos grandes y fuertes, somos intensos y capaces. Llegaremos a la costa sin ayuda. Seremos capaces de mantener el calor, subir más alto o sobrepasar los récords de los atletas anteriores. Somos la generación que rompe las estadísticas y además, dentro de ese mundo contemporáneo, nos creemos un poco por encima de la media.
Así que la primera vez que creemos haberlo conseguido solos descubrimos que no fue y lo que hacemos es culpar al temporal. La segunda, al mal funcionamiento del timón. La tercera incluso llegamos a afirmar que el canto incontrolable de un grupo de sirenas nos hizo equivocarnos. Pero cuando no llegamos una cuarta o quinta vez, entonces, hay algo que nos hace pensar en cuál es el elemento que ya no está, qué es lo que antes hacía que todo pareciera tan sencillo y ahora ha desaparecido. Y es el faro.
Algo que parecía tonto e incluso innecesario como un punto de luz fijo y firme. Algo que parecía eterno pero que no lo era.
Y sin ello todo es mucho más dificil porque parece que no hay una dirección.
Porque se nota un vacío infinito.
Todos los 20 de diciembre
Sabiendo que el faro emite luz desde un peñasco que aguanta las mareas lo único que se debe hacer, a pesar de la ansiedad de no ver la luz entre la bruma, es mantener exactamente el mismo rumbo que te marcaba hasta ahora... algo que no puede hacer quien ha perdido el tiempo quejándose del tiempo, del timón o de las sugerentes sirenas.
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