6 de diciembre de 2017

Escapar de los refugios

Una vez desperté y me quedé quieto mirando fijamente para ver desperezar los músculos de su cara y que me viera como el principio, de borroso a nítido, en la toma de la película que empezaba ese día. La sonrisa fue, y fue de esas amplias y sinceras. Las mismas con las que acaba una película feliz. 

Otra vez me desperté sin prisa. Una sola sábana tapaba su culo y dejaba la espalda al aire. Me puse en pie, con una pierna a cada lado para enfocarla desde arriba y se hizo la dormida mientras yo miraba de esas formas en las que más que mirar, se memoriza. Puedo dibujar cada uno de sus músculos y hasta los pliegues sabiendo que la cara se vuelve a la izquierda y que toda la imagen tiene el tono cobrizo de los amaneceres de agosto.

También me sé de memoria esos momentos en los que, sabiendo que estaba despierta, me levantaba haciendo un ruido mínimo y buscaba en los ordenados huecos de su cocina la forma de hacer un desayuno al que llegara, justo cuando terminase de poner la última servilleta a juego, con un pantaloncito de tela corto, una camiseta que estaba de moda hace unos años y la punta de los pies con las uñas azules en el travesaño de madera de la banqueta que era el punto de vista hacia el que apuntaba la tostada y el café.

Y esa manera de moverse al salir desde la cama al pasillo, como un balanceo que la Venus de Botticelli y yo vigilábamos en un guiño para quedarnos un poco entre el calor y los ruidos de las vigas de madera. Para oír a lo lejos la radio, perdida entre las noticias, y ser el invitado del desayuno en una cocina donde los zapatos residían bajo la ventana que daba a un patio interior que, mirándolo sin gps, parecía de un pueblo perdido en medio de una poderosa cuidad cubierta de escaleras.

Todas las veces fui incapaz de verbalizar la paz que estaba sintiendo.

Eso no quita que hace miles de años se quedara dormida en el sofá grande y yo, desde el pequeño, me paralizara sabiendo que esa era la última vez en la que la iba a ver caer, refugiada como un niño en brazos de sus padres al volver a casa, cerca de mi respiración.

Aquel concierto en el que, al girar a mi derecha, una lágrima cayera brillando sobre la piel clara y, al descubrirme, me diera un beso en forma de gracias, fin de año, de ciclo y de complicidad innata. Un lugar en el que mentirse como si fuéramos a engañarnos: dime mi cielo que esto va a durar siempre.

Llegar a la playa o a un castillo en moto, sintiendo sus piernas a mis costados. Quedarme con la cabeza en su regazo descubriendo que también lo puede llenar todo sin decir nada o esperando en la cama una mandarina recién pelada. Buscar una mirada entre la gente de un aeropuerto. Esperar a que entre al portal. Llevarnos el vino, de noche, a la playa. Perdernos en Castilla, en el sur de Francia o a diez minutos de casa con la siguiente copa. Volver del baño y verla levitar buceando en los 80 y en un beso que soñe que tuviera carmín pero no pude acumular el suficiente tiempo para saberlo. Esperar con una toalla, de noche, a que saliera de bañarse desnuda del cantábrico. Sentir los besos en la puerta de salida de su apartamento lleno de discos sin abrir. Montar una cómoda como si fuera un espacio común que nunca tuvo mi ropa. Sorprender, como un niño, con alguno de mis desamparados lugares favoritos. Llegar con cara de niño abandonado hasta su puerta. Mandar un mensaje pidiendo asilo con alguna frase poco coherente. Poner música como una manera de mostrarme en las palabras de otros. Esperar ser más poderoso con el abrigo de su aura enormemente infinita. Tener celos de ser insignificante.

Todas veces que me quedé quieto burbujeaba como si no me creyera capaz de mantener la cueva a salvo de los ladrones o de mi mismo como el peor de los fantasmas.

Los tuve todos y escapé, siempre, de los refugios. Quizá me hubieran echado después pero, por si acaso, ya me había ido antes.

No llevo bien las derrotas y por eso me rindo demasiado pronto.

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