27 de marzo de 2015

Nuestras enfermedades mentales

En la casa familiar, aquella en la que me crié, había un salón con un gran sofá varias veces tapizado en donde cada uno de los miembros familiares teníamos nuestro lugar. Mi padre, centrado, en el lugar predilecto para ver la televisión, embutida con su tubo en el mueble de madera que cubría toda la pared frontal a un lado de las portezuelas de cristal donde se veía la vajilla buena y las copas perfectamente colocadas al fondo. En un extremo y mucho menos gastado estaba el lugar de mi madre. A un lado mi hermana y yo, que era el pequeño, tenía el lugar más escorado con, supongo, alguna marca de los pies en los cojines. En medio una robusta y baja mesa separaba el hábitat del sofá de la luz de la televisión. Tenía cuatro gruesas patas de madera tallada y un mármol encima. Frío, con vetas y una enorme cicatriz que lo atravesaba de lado a lado. Un día, casi como una confesión familiar, mi hermana me contó cómo, en cierta ocasión y sin especificar el motivo, mi padre se enfadó con el mundo y golpeó la mesa rompiendo ese mármol y creando la susodicha cicatriz. Nunca lo cambió para recordar el daño que se hizo y la estupidez autolesionante de enfadarse con el mundo. Viene a ser exactamente lo mismo que una marca en mi nevera fruto de un momento de esos en los que no se está seguro si se necesitan seis cervezas, dos polvos, nueve hostias o castigar al mundo que nos acecha.

Los niños, a veces cuando se enfadan, se golpean contra la pared para que les duela más el chichón que perder un juguete.

Los adultos, en más de una ocasión, gritamos al cajero del banco por un recibo no previsto, al conductor lento porque llegamos tarde o al hombre guapo porque otro nos arrebató una novia sin que tenga culpa de nada. Yo pasé años sin entrar en el Pryca porque una chica me dejó por un reponedor pero, por vergüenza, juraba, patriótico y digno, que estaba haciendo boicot a los productos franceses.

Volver a lugares donde nos sentimos infelices es el primer destino de muchos desengaños.

Todos hemos sufrido desengaños porque un desengaño es uno de esos momentos en los que el mundo se confabula contra nosotros. Es un día de lluvia cuando se pasea por la calle desatendido y sin paraguas. Es una avería en un mes de bajos fondos. Es un teléfono apagado o fuera de cobertura. Es un atasco llegando tarde a una cita. Es un impuesto indebido, una gasolinera cerrada, un imbécil gritando en el metro, un grupo de borrachos sobre la ropa limpia. Es una baldosa mal puesta
o los mil enanos que crecen en un día de furia.

A veces, en determinadas épocas, parece que todo viene junto, en un lote, en un tres por dos.

"A tomar por culo"- dan ganas de decirlo. A veces no hay valor para hacerlo. En ocasiones los cobardes tiramos platos al suelo, damos una patada a una puerta o nos ahogamos de alguna forma estúpida y poco razonada dejando que nuestras pequeñas enfermedades mentales nos posean de manera circunstancial. No conozco a nadie sin una mayor o menor psicopatía.

El problema es cuando a los mandos se lleva un Airbus.

Los últimos pensamientos, quizá fuera de la caja negra, fueron "a tomar por culo". La grieta del mármol se extiende por la ladera de la montaña.

26 de marzo de 2015

No fue

No fue que fuéramos jóvenes ni que fuera alta o baja. No fue que quisiera salir por la noche y yo deseara tumbarme al lado de una copa de vino y ese calor que tienen los salones habitados y los colchones dormidos. No fue que no supiera comer con las manos o que le faltara peso o le sobraran kilos. Ni siquiera fue que hiciera frío en la calle o que me exigiera bailar cuando fui más de mirarla, como un deseo, desde la parte externa del escaparate que es la barra. No fue que quisiera viajar sin un lugar al que llamar casa o que quisiera una casa o que tuviera un refugio o que fuera un refugio o que la chimenea alimentara las cenizas de todos los pasados que no tuvimos. No fue una playa o una montaña, una cuneta donde perderse o quedarse mirando al infinito desde algún acantilado. No fue nada de eso. Fui yo, todas las veces. Y todavía lo sigo siendo sin poder quemar la culpa aunque siempre busco excusas que me eximen de responsabilidades cuando, en definitiva, el común denominador que lo divide todo fue, vestido de justificaciones, el mismo que viste y calza.

24 de marzo de 2015

Pequeño y accidentado retrato social

El detonante es: ayer lloró un azafato y hoy se cae un avión.

Como es lógico hay un momento de ofuscación general por eso de las víctimas y eso de lo dramático de tener más de cien cuerpos esparcidos por las laderas de los alpes. Un drama, un segundo de estupefacción por eso de que algo más pesado que las nubes tienda a fulminarse contra las rocas. Y, tras coger aire, empieza el retrato.

Un tipo, hermano, pariente o amigo de un conocido dirigente empieza a decir que se ha caído por culpa del capitalismo. Que sí, que luego pide perdón y todo eso, pero resulta que ya sabía él que los aviones se caen por culpa del libre mercado. Los comunistas no tienen turbulencias.

Unas televisiones deciden, teniendo en cuenta que es probable que haya cuarenta y tantos muertos "de casa", extender un poco sus programaciones matinales para mantener informadas a las personas de bien pero, sin embargo, eso atrasa debates de camas y ciclados con el correspondiente enfado de los seguidores habituales que se creen en el derecho adquirido de quejarse con su nivel intelectual correspondiente en las redes sociales, logrando una repercusión de la que, seguramente, harán gala delante de sus amigos.

Otros exigen que el gobierno arregle este desastre, sumándolo al paro y a la corrupción, aunque fuera un avión alemán. La culpa, igual que la disfunción eréctil, es del gobierno.

La compañía en cuestión se solidariza tiñendo su logo a negro en un alarde de marketing
Aparecen algunos que se quejan de que otros dicen que si se han muerto catalanes en el avión, bien muertos están casi como si hubiera que iniciar una guerra civil por un silbido a un himno o un amago ante cualquier trapo que tenga forma de bandera, la que fuera.

Los tertulianos hablan de turbulencias y de efecto suelo, de falta de potencia en los motores y de las normas de aviación casi de la misma forma en la que hablan del último divorcio o de los resultados electorales. Nadie explica el maravilloso perfil Kutta, que es el motivo por el que vuela un avión.

Y, por ahora, los cadáveres están en las laderas de un monte. Sin conciencia, sin identidad casi, con el adn frío y los documentos de identidad esparcidos. Muerte. Solamente muerte como en el silencio de los accidentes de automovil.

Al principio está la solidaridad, luego la indignación. Primero se empatiza un poco y después, pensando tres segundos, se empiezan a decir barbaridades o razonamientos, se busca a quien sepa o se explican datos contrastables.

Pero no.

Antes de retirar los cuerpos ya nos hemos retratado y nuestro retrato es un accidente. Cada día hace falta menos para que aparezcan los gilipollas. Será la primavera, que la mayor barbaridad vende mucho más que la prudencia o que nos ha pillado antes de comer.

22 de marzo de 2015

Cigarrito.

- Un cigarrito... ¿no tendrás, eh?- sonó desde atrás con una voz de adolescente de los que ya empiezan a quitarse el bigote. Con chandal, con gorra, con ese paso cadencioso del que arrastra los pies como perdonando la vida a la tierra.
- Pues no
- Pero si te lo he visto
- Ya, pero no me da la gana
- Pero hombre, ¿qué te cuesta?
- No es que me cueste, es que no quiero darte nada. Si quieres un cigarro, te lo compras
- Pero es que no hay dinero.
- Pues no te lo compres o trabajas o lo que sea
- Es que está la cosa muy mala
Entonces es cuando yo mismo murmuro hacia adentro y otro muchacho añade:
- No es para ponerse así, jefe.
Y pienso, sin decir nada y siguiendo mi camino, que me pongo como me sale de las entrañas, que parece que les debo algo , que yo no les pido su gorra o, simplemente, que si alguien quiere algo no vale solamente con pedirlo como si fuera un derecho recibir. No vale. No es un derecho fundamental quedarse delante del bar para esperar a ver al primer fumador y exigirle parte del botín. Estoy en mi derecho de molestarme, de no tener que aguantar a imbéciles niñatos con ropa de un deporte que no hacen. De no tener que soportar las malas maneras al recibir una negativa de algo por lo que no han hecho ni un esfuerzo mínimo, ni siquiera una petición educada y elaborada con un "por favor". Algo que no es necesario, que no es comer ni respirar y mucho menos un derecho ganado.
Entonces, me dice un vecino al subir en el ascensor y después de ser espectador que a veces hay que ceder para no entrar en problemas, que es un cigarro, que no me están pidiendo las escrituras de mi casa.
- ¿Se lo vas a dar tú?- le pregunto
- Es que yo no fumo.
Así que ahora, siendo el malo de la película, me voy a fumar uno mientras me dedico una canción.

17 de marzo de 2015

Los atrevidos nuevos renacentistas

Una de las quejas más habituales de los periodistas es que cualquier idiota con un blog o con una cuenta en twitter también se define a si mismo como periodista, aunque lo haga mal, sin criterio, gratis (como muchos periodistas) y con faltas de ortografía. Un tronista, un contertulio o uno que pasaba por allí.

Algo que no soy capaz de entender son los carteles en las farolas en donde curanderos se atreven a ofrecer sus servicios para sanarlo todo casi como quiromantes de la salud que hablan de la tradición milenaria de matar un carnero para arreglar un fístula por mucho que hace mil años la esperanza de vida fuera de menos de 30 años.

Yo me topo, personalmente, con cuñados avispados que juran ser capaces de arreglar cualquier ordenador para que haga absolutamente todo, aunque eso incluya el tuneup y descargas de softonic. Sin embargo ese desparpajo al contar lo que van a hacer, incluído lo imposible, engaña y estafa al supuesto cliente porque el cliente, en todos los casos, es más permeable a las barbaridades que a la verdad.

Es más emocionante una curación milagrosa, una solución de la crisis de veinte minutos, una polémica o unos polvos mágicos que la lentitud de una recuperación, una opinión razonada o la realidad. Es mucho más vendible ser runner que corredor ocasional, bloguero que escritor, místico que científico o dj que músico.

Sexualmente hablando Tony Manero sigue siendo un éxito. Ligan más los idiotas porque es una cuestión de marketing. Tienen más audiencia los que gritan, más votos los que hablan de milagros, más atención la pose que la acción, la autocomplacencia que los resultados.

Así que, de alguna manera, en los semáforos pone, el conductor del coche de al lado, una pose de automovilista de carreras. En una cena, a la hora del postre, alguno empieza una conversación sobre dietética o economía como si fuera el mismísimo Krugman. Miran en los bares con la mirada azul acero. Escriben imitando a Houellebecq y graban videos en vertical considerándose a si mismos el nuevo Bergman. A lo largo del día son médicos, informáticos, periodistas, deportistas, escritores, economistas o los nuevos hombres del renacimiento alimentado por la wikipedia.

-¿Por qué ha hecho eso?- pregunta el profesional al ver el desastre del resultado - Porque me lo ha dicho mi cuñado, que sabe mucho.

A veces la información no nos hace más sabios, sino más atrevidos. Y el atrevimiento, en determinadas ocasiones, es el germen de la estupidez. Claro que el camino está lleno de cadáveres de hombres precavidos y profesionales formados muertos.



11 de marzo de 2015

Todos esos pocos.

Mi padre decía que eran necesarias 8 horas para el trabajo, 8 para dormir y 8 para el ocio. Esa era su receta para la distribución del tiempo.

Pues bien. El español medio pasa 65 minutos con el whatsapp, 8 minutos viendo porno, un par de horas viendo televisión, 22 minutos quejándose del gobierno, 12 hablando de deportes o, en su versión femenina, despellejando a alguna. Se pasa más o menos una hora perdiendo el tiempo en el trabajo, si es que tiene trabajo porque si no lo tiene se pasan dos horas envidiando el césped de los demás. Se piensan unos minutos en sexo, unos más si es que se está casado o en pareja. Se fantasea un rato sobre las vacaciones y se gasta casi una hora en sueños que nunca se van a cumplir.

Se debería de llamar a casa a diario, que es lo que hago con mi madre porque se lo merece y me reconcilia con mi infancia, que es un lugar en el que era mucho más feliz, dormía mejor arropado y siempre había pan. Dicen que hay que comerse un yogurt para la flora intestinal y también que hay que procurar hacer un poco de deporte. Algunos hablan de la necesidad de relajarse unos minutos al día y otros van a que les limpien los chacras. En realidad todas las nuevas actividades solamente llevan un poquito. Un poco de aqui y un poco de allá, un poco para reconciliarnos con el ocio y un poco para un medio de transporte o subir en el ascensor. Un poco para añorarla o para esperarla. Un minuto para preguntarse sobre lo que pudiera haber sido. Una décima de segundo para notar el calor del aliento en su cuello o ese escalofrío del café entrando en el cuerpo. Un descanso con la mirada a la derecha, que es donde está la verdad, antes de responder a ese mensaje. Un suspiro para soltar el aire antes de responder una barbaridad.

El problema es que todos esos pocos suman más de 24 horas y aún faltan las 8 del trabajo, las 8 del ocio y las 8 de los sueños.

Lo que me cuesta cada vez que algo supone un poco de mi vida es renunciar a vivir o, quizá, lo que sucede es que vivir es acumular muchos pequeños pocos.

Y no he sumado el tiempo de procrastinación. Ahora tengo que doblar los calcetines.

9 de marzo de 2015

La muerte de la virtud

Por supuesto que existirá algún libro estupendamente editado y avalado por alguna universidad o unos cuantos testimonios de americanos anónimos con nombre y apellido que contará lo mismo pero hay una realidad que se nos olvida desde la razón. Esta realidad es el mundo real, el impulso, las acciones compulsivas o simplemente, el letargo del cerebro.

Nuestro cerebro, que es una máquina maravillosa, intenta conseguir los mismos objetivos con el menor consumo posible. Es absolutamente permeable al amarilleo de la prensa, a los realitys y a los chistes fáciles. Se deja guiar, como un cuervo con los elementos luminosos, por los carteles de gratis y algunas cómodas verdades absolutas. Se arrastra con tremenda facilidad por el dramatismo y la exaltación, por los eslóganes y los ritmos machacones o por la pertenencia a grupos en los que se siente protegido. Todo eso, todo aquello que simplifica aparentemente la existencia, consume menos neuronas y de una manera absurda nos engaña con una supervivencia superior casi como una selección darwiniana.

Por eso triunfa Internet, porque no hay que memorizar el dato. Por eso los community managers que tienen miles de seguidores gracias a soplapolleces dan charlas sobre coaching. Por eso, aunque la historia nos explique una y otra vez que es mentira, el resarcimiento exagerado es un refugio para las venganzas mal entendidas. Todo ello apela a algo fácil en vez de a algo mejor.

"Si me votas"- seguro que dice algún candidato- "te devolveré lo que te han robado los otros". "Si me compras"- estoy convencido que lo dirá alguna publicidad- "serás más feliz". "Pulsa aquí"- dicen los programas publicitarios- "y te arreglaré todos tus problemas informáticos aparte de que podrás ver cualquier partido o serie totalmente gratis". Aunque tres segundos de razonamiento impiden caer en dichas tentaciones la realidad nos dice que ese tipo de mensajes son exitosos.

Hay éxito en las polémicas, en una contertulia a la que pillan sin bragas, en un escándalo controlado por twitter o en una salida de tono políticamente planificada. Recordamos a todos los freaks de la televisión pero no conocemos el nombre de ningún tertuliano que utilice correctamente todas y cada una de las palabras esdrújulas. Sin embargo nos quejamos de que vivamos en este turbio mundo donde no triunfa el esfuerzo, el equilibrio o la razón sino el próximo nuevo chascarrillo o la próxima nueva estrella a la que se le ve un pezón en un photocall.

Y en cuestiones de mercado, que al fin y al cabo es de donde comemos casi todos, hay una brecha mucho mayor que la que puede llegar a existir entre ricos y pobres. Los productos insultantemente de lujo se agotan y las marcas blancas llenan estanterías a donde acude el cliente que cree que se ahorra cientos de euros. Internet, despreciando las condiciones de garantía, la profesionalidad o los controles de calidad se ha convertido en el montón de saldos donde ávidos buscadores de chollos caen una y otra vez en trampas que no admiten cuando se jactan de sus hallazgos en los bares. "Casi cualquier cosa es válida"- me decía un experto en marketing- "si consigues atraer la atención del cliente. Lograr un viral es un éxito. Fíjate en la tontería del vestido blanco o azul. Son ricos y no lo son porque el vestido sea mejor o peor, más bonito o más feo, sino porque es viral". "Entonces"- le respondía yo con una pregunta- "¿no hay que ser mejor?". "Para vender, ahora mismo, no".

Así que reuní al equipo y les conté la buena nueva. Les expliqué que hacer las cosas bien e incluso mejor ya no es un sinónimo de éxito. Les dije que si salimos a la calle correteando con los genitales al aire y logramos salir en televisión es probable que las ventas mejoren. Les dije que si en vez de contratar a una persona preparada nos atrevemos a valorar más un buen escote o un paquete prieto es probable que haya más clientes. Les demostré que un tipo en monociclo disfrazado de Darth Vader tocando Star Wars con una gaita es más famoso que nosotros y nuestra manera de clonar los discos duros o la forma que tenemos de optimizar el rendimiento de los ordenadores de nuestros clientes. Les aporté cifras de cómo los ordenadores "todo en uno" siguen siendo un éxito porque son bonitos aunque valgan más rindiendo mucho menos. Les hice suponer que un trozo de mierda con una manzana mordida sería siempre una apuesta segura de ventas y que más de uno, sin pararse a pensar, haría cola para comprarlo. Les puse un anuncio de Marimar donde un tonto hace de tonto sin hablar de la calidad o la garantía, del servicio o la experiencia. "Si un chino estuviera atendiendo aqui"- terminé- "podríamos vender más caro porque bastantes clientes creerían que es más barato y la prueba es que el chino de la calle de arriba vende las tarjetas de memoria un 200% más caro que nosotros y sigue abierto".

Apostar, hoy en día, por la profesionalidad y por lo que debería de ser parece un desvío asegurado hacia algún tipo de desastre porque se basa en la capacidad de razonamiento de la mayoría y no en apelar a sus arquetipos o ideas preconcebidas. Vender la impresora 3€ más barata pero obligar a comprar un cable por 5€ da un argumento para no gastar 3€ más, aunque yo regale el cable y al final de la historia 50€ parezca más que 52€.

Hemos acabado hace muchos años con el amable gasolinero que se manchaba las manos con las mangueras del surtidor y nos quejamos al tener que salir, con lluvia de costado bajo esas estaciones de servicio de diseño que gotean por todos los lados, a llenar el depósito.

Quizá habría que ejercitar el cerebro un poco más porque, si lo pensamos tres segundos, nos iría mucho mejor. Si no lo hacemos ya tenemos una imagen de nuestro futuro: políticos publicistas, tronistas que no saben escribir, graciosetes con alma de comercial, gratuidades con trampa y lujo mal entendido. En definitiva, si dejamos que la vagancia de nuestro cerebro sea lo que mande en nuestras vidas, vamos a matar la clase media. Y en la media, así lo aprendí yo, está la virtud.

Otra cosa es que ser virtuoso no mole porque es más divertido ver a una choni con un pezón fuera, a un político insultando gravemente a otro, leer a un community manager de un centro comercial diciendo mamonadas, hacer acto de fe con un banner o quedarse solamente a ver las tanganas de los resúmenes de los partidos de fútbol porque no importan los goles sino los puntos de sutura de las cicatrices.

Aún quiero pensar que haciendo las cosas bien se obtienen mejores resultados pero últimamente la política, el deporte, las redes sociales, los nichos de mercado, la tecnología, las frutas y las verduras o la realidad no me dan la razón.

Veo a personas haciendo botellón en un banco y luego tomando copas a 17€ en discotecas con entrada mientras cierran bares con el cubata, servido en copa con esmero y cuidado, a 8€ con un músico tocando en directo canciones con más de cuatro acordes. 

Pajaros mojados

Corresponde al trabajo de los chicos de Dummie.
Pd: extra. Lo más impresionante de Quique fue su primer single en la gira de su segundo disco y en directo...

6 de marzo de 2015

La inmensidad de las expectativas infinitas.

Reventé, supongo, como un esclavo al ver acabadas las pirámides mientras el faraón creía que la había hecho él solo, como un arquitecto en paro delante de las grandes construcciones de una ciudad de esas que retan a los cielos, como un ingeniero encima de un puente en ménsula o un solitario en un parque donde las familias se jactan de sus felicidades.

En todos los casos son expresiones de ser pequeño.

1989. Se llamaba Virginia. Era el ángulo recto más perfecto cuando, con sus largas piernas, inclinaba el cuerpo sobre la mesa del profesor de álgebra para hacer algún tipo de consulta. Estaba alquilada cerca de mi casa y tenía esa forma hacia arriba en la comisura de los labios, casi como el joker pero con una belleza hipnótica, que le dejaba una expresión de estar sonriendo siempre. "Me gusta"-decía- "mirar hacia atrás y ver que hay algo que merece la pena". Yo hacía eso que se hace en las películas, que es buscar un reflejo del protagonista en la vida propia. Me resultaba difícil porque, casi como un componente intrínseco de la educación, todo era un cúmulo de esfuerzos, estudios y entrenamientos para llegar a una final, a un destino o a uno de esos momentos en los que se descubre que aquel era el lugar para el que me había estado preparando.

Todos los besos fueron ensayos para los diez minutos en su puerta. Todos los libros granos de arena para la playa de ese proyecto. Todas las palabras ensayos para algún libro.

Jose Luis Garci decía, en una entrevista, que su primer beso fue una decepción. Que había visto cientos, en las películas, y que esperaba que cuando le llegara el momento aquello tuviera la exaltación del amor y la capacidad emotiva que había visto en las pantallas. Sin embargo, al tocar los labios de su primera chica, no sonaron violines, no se paró el tiempo, no giró la cámara alrededor de ellos abriendo o cerrando el plano. No pasó nada de eso y se quedó frío pensando que algo había hecho mal porque aquellas expectativas, como casi todas, aniquilaron el momento.

En las olimpiadas que se celebran cada cuatro años solamente gana una persona y pierden todos los demás. Es lógico aceptar que triunfar de esa forma tan reconocida y representativa casi resulta un imposible pero también hay que reconocer que, en términos de autoestima, tampoco está bien tener que aprender a perder siempre.

Quizá porque el esclavo de las pirámides, al ver la tercera piedra de la segunda fila, ha aprendido a reconocer que esa es su medalla de oro. Es lo mismo que hacía Virginia al mirar atrás con sus pequeños 19 años. Es lo que debemos de aprender en vez de mirar la inmensidad de las expectativas infinitas.

PD: Acabo de oir que Superman no quiere ser el gilipollas de  Clark Kent a todas horas pero Superman no existe.

4 de marzo de 2015

Mi Bugatti, el water, mi mierda y yo.

No sé cual fue la ultima vez que fui al baño a lo loco, así , sin nada entre las manos. Sin un teléfono o una tablet que me hiciera parecer un intelectual válido que se informa de las noticias del mundo para tener una opinión supuestamente formada absolutamente de todo. De verdad que no lo sé aunque la realidad es que me he comprado un Bugatti Veyron con los puntos acumulados del Real Racing 3 y he de reconocer que los comentarios más ocurrentes se me ocurren en ese impás de tiempo que va entre acabar y levantarme. Una vez se me durmieron los pies y casi me parto la crisma al incorporarme. Lo peor es que el cable del cargador es corto y no me permito llegar con la batería baja, no sea que la cosa lleve más tiempo del previsto o inicie un partido de respuestas concatenadas con algún otro usuario perdiendo por retirada al perder cobertura. En definitiva, creo que eso es cagar 2.0. Antes iba con el periódico pero hacer el autodefinido sentado resultaba muy complejo y había que terminar leyendo, con lo que implica de pensar y de razonar. Incluso una vez fui sin nada y conté los azulejos. Es más, cuentan que si solamente se hace de vientre existe un momento en el que el cerebro hasta descansa. Debe de ser un mito. Por si acaso tengo un cargador portátil al lado del papel higiénico no sea que el mundano acto me reconcilie con la vida de verdad y descubra algo mucho más sorprendente que el próximo nuevo chismorreo de Internet o la manera de recortar en Silverstone con mi Bugatti.

O quizá es que no quiero tener que enfrentarme a mi mismo. A mi mierda.

Por eso y por otras muchas cosas la informática es portátil.

1 de marzo de 2015

Richard

De pequeño yo pasaba del cuarto piso al quinto para jugar con el scalextric de su hermano, que estaba perfectamente montado, con el detenimiento de un adolescente, encima de la habitación de mi hermana, porque los mayores tenían siempre la habitación mejor. Lo destrozábamos como niños y luego bajábamos a jugar al futbol en el pasillo haciendo de portería el propio ancho de la estancia.

Y nos distanciamos porque sus padres se fueron a otro piso y los mios a algún otro lugar. Era un año mayor que yo y un pequeño cabrón. Así que, como compartíamos colegio, le alcancé con 15 años. Estábamos en la misma clase y compartíamos nombre, porque una de las cosas que nos unía era llamarnos de la misma forma. Es más, en el velatorio de su padre me di cuenta de cómo, aunque en el DNI somos idénticos, el nombre coloquial es el mismo y por un momento casi sentí que se referían a mi mismo. No estuvo. No quería, y lo entiendo, ver a su progenitor, a esa imagen inalcanzable que son algunos padres para los hijos de mi generación, marchito y frío tras un cristal.

Pregunté por él. Me dijeron que la noche anterior, un momento después de morir su padre, abrieron una buena botella de whisky entre su hermano y sus primos hasta acabarla, porque la habían encargado para ello casi como una importación ilegal, un homenaje y un último deseo. Sé que se casó, que se separó, que tuvo un hijo en alguno de esos episodios. Sé que jugábamos, camino de su casa siendo pequeños, contando preservativos flotando en la ría de Bilbao sin saber exactamente qué era aquello y estoy seguro que me ganaba siempre porque me convencía que las bolsas del supermercado podridas también lo eran. Estoy seguro que, en algún momento, me protegió de las travesuras abusonas de los malos de clase porque nos respetábamos como se respetan las enseñanzas que se reciben de pequeño y que son casi inalterables por muchos años que pasen.

Así que salió a la calle unos días después de enterrar a su padre y en una acera, en medio del frío, cayó fulminado agarrándose el pecho. Luchó, sin salir del sueño, hasta hoy mismo. Y dejó el contador en 44 porque aún no eran 45.

Me ha pillado en medio de las peleas infames contra las deudas y los amores no realizados. Me ha pillado en silencio y con esa marcha larga metida que tienen los domingos en los que no se coge ritmo hasta el lunes. Me ha pillado con cansancio y con esas ganas eternas que llegan a los 40 pidiendo romper con todo como si fuera algún tipo de solución. Me ha pillado sin whisky y con una sensación extraña que llega cuando los entierros empiezan a ser de tu generación.

Y las dudas sobre lo que realmente importa vuelven casi como los juegos de la infancia, acobardado con el silencio que tiene el vacío de la muerte de una parte de lo que fui o fuimos mientras yo perdía en todos los juegos con mi vecino de la escalera, el niño del piso de arriba.

Era Ricardo. Richard en su casa. Richi en el colegio. (1970-2015)