El detonante es: ayer lloró un azafato y hoy se cae un avión.
Como es lógico hay un momento de ofuscación general por eso de las víctimas y eso de lo dramático de tener más de cien cuerpos esparcidos por las laderas de los alpes. Un drama, un segundo de estupefacción por eso de que algo más pesado que las nubes tienda a fulminarse contra las rocas. Y, tras coger aire, empieza el retrato.
Un tipo, hermano, pariente o amigo de un conocido dirigente empieza a decir que se ha caído por culpa del capitalismo. Que sí, que luego pide perdón y todo eso, pero resulta que ya sabía él que los aviones se caen por culpa del libre mercado. Los comunistas no tienen turbulencias.
Unas televisiones deciden, teniendo en cuenta que es probable que haya cuarenta y tantos muertos "de casa", extender un poco sus programaciones matinales para mantener informadas a las personas de bien pero, sin embargo, eso atrasa debates de camas y ciclados con el correspondiente enfado de los seguidores habituales que se creen en el derecho adquirido de quejarse con su nivel intelectual correspondiente en las redes sociales, logrando una repercusión de la que, seguramente, harán gala delante de sus amigos.
Otros exigen que el gobierno arregle este desastre, sumándolo al paro y a la corrupción, aunque fuera un avión alemán. La culpa, igual que la disfunción eréctil, es del gobierno.
La compañía en cuestión se solidariza tiñendo su logo a negro en un alarde de marketing
Aparecen algunos que se quejan de que otros dicen que si se han muerto catalanes en el avión, bien muertos están casi como si hubiera que iniciar una guerra civil por un silbido a un himno o un amago ante cualquier trapo que tenga forma de bandera, la que fuera.
Los tertulianos hablan de turbulencias y de efecto suelo, de falta de potencia en los motores y de las normas de aviación casi de la misma forma en la que hablan del último divorcio o de los resultados electorales. Nadie explica el maravilloso perfil Kutta, que es el motivo por el que vuela un avión.
Y, por ahora, los cadáveres están en las laderas de un monte. Sin conciencia, sin identidad casi, con el adn frío y los documentos de identidad esparcidos. Muerte. Solamente muerte como en el silencio de los accidentes de automovil.
Al principio está la solidaridad, luego la indignación. Primero se empatiza un poco y después, pensando tres segundos, se empiezan a decir barbaridades o razonamientos, se busca a quien sepa o se explican datos contrastables.
Pero no.
Antes de retirar los cuerpos ya nos hemos retratado y nuestro retrato es un accidente. Cada día hace falta menos para que aparezcan los gilipollas. Será la primavera, que la mayor barbaridad vende mucho más que la prudencia o que nos ha pillado antes de comer.
El detonante de la historia que cuentas (el real trasciende las posibilidades de un blog) encierra un delicioso costumbrismo social en el comunicado de la compañía calificando el comportamiento de los "hooligans" que hicieron llorar al azafato, como "brusco" y "díscolo", dos epítetos que suelo tener siempre a mano para lidiar con un conjunto ebrio de folloneros profesionales que cambian de país para acompañar al que va a cambiar de estado.
ResponderEliminar¿Cómo no entender la frustración de esos seres indolentes que vaguean amorfos, apoltronados, expectantes para ver a sus ídolos con músculo sintético y tetas siliconadas? Si están para encerrar, si son tan extraños como para compartir espacio con la población "normal", porque no se les arrincona, se les asigna un target que les permita libre acceso a una zona de contenidos clasificados. La TV temática no debería ser una extravagancia. ¿Acaso "Clan" o "Teledeporte" [del ente público RTVE] suspendieron sus programaciones segmentadas para adaptarlas a los mismos contenidos del resto de cadenas?
Creo que no.