27 de marzo de 2015

Nuestras enfermedades mentales

En la casa familiar, aquella en la que me crié, había un salón con un gran sofá varias veces tapizado en donde cada uno de los miembros familiares teníamos nuestro lugar. Mi padre, centrado, en el lugar predilecto para ver la televisión, embutida con su tubo en el mueble de madera que cubría toda la pared frontal a un lado de las portezuelas de cristal donde se veía la vajilla buena y las copas perfectamente colocadas al fondo. En un extremo y mucho menos gastado estaba el lugar de mi madre. A un lado mi hermana y yo, que era el pequeño, tenía el lugar más escorado con, supongo, alguna marca de los pies en los cojines. En medio una robusta y baja mesa separaba el hábitat del sofá de la luz de la televisión. Tenía cuatro gruesas patas de madera tallada y un mármol encima. Frío, con vetas y una enorme cicatriz que lo atravesaba de lado a lado. Un día, casi como una confesión familiar, mi hermana me contó cómo, en cierta ocasión y sin especificar el motivo, mi padre se enfadó con el mundo y golpeó la mesa rompiendo ese mármol y creando la susodicha cicatriz. Nunca lo cambió para recordar el daño que se hizo y la estupidez autolesionante de enfadarse con el mundo. Viene a ser exactamente lo mismo que una marca en mi nevera fruto de un momento de esos en los que no se está seguro si se necesitan seis cervezas, dos polvos, nueve hostias o castigar al mundo que nos acecha.

Los niños, a veces cuando se enfadan, se golpean contra la pared para que les duela más el chichón que perder un juguete.

Los adultos, en más de una ocasión, gritamos al cajero del banco por un recibo no previsto, al conductor lento porque llegamos tarde o al hombre guapo porque otro nos arrebató una novia sin que tenga culpa de nada. Yo pasé años sin entrar en el Pryca porque una chica me dejó por un reponedor pero, por vergüenza, juraba, patriótico y digno, que estaba haciendo boicot a los productos franceses.

Volver a lugares donde nos sentimos infelices es el primer destino de muchos desengaños.

Todos hemos sufrido desengaños porque un desengaño es uno de esos momentos en los que el mundo se confabula contra nosotros. Es un día de lluvia cuando se pasea por la calle desatendido y sin paraguas. Es una avería en un mes de bajos fondos. Es un teléfono apagado o fuera de cobertura. Es un atasco llegando tarde a una cita. Es un impuesto indebido, una gasolinera cerrada, un imbécil gritando en el metro, un grupo de borrachos sobre la ropa limpia. Es una baldosa mal puesta
o los mil enanos que crecen en un día de furia.

A veces, en determinadas épocas, parece que todo viene junto, en un lote, en un tres por dos.

"A tomar por culo"- dan ganas de decirlo. A veces no hay valor para hacerlo. En ocasiones los cobardes tiramos platos al suelo, damos una patada a una puerta o nos ahogamos de alguna forma estúpida y poco razonada dejando que nuestras pequeñas enfermedades mentales nos posean de manera circunstancial. No conozco a nadie sin una mayor o menor psicopatía.

El problema es cuando a los mandos se lleva un Airbus.

Los últimos pensamientos, quizá fuera de la caja negra, fueron "a tomar por culo". La grieta del mármol se extiende por la ladera de la montaña.

1 comentario:

  1. ¿Sabes qué me preocupa enormemente?

    Que niños de 12 años crean saber qué es un trastorno bipolar, una ansiedad crónica, un trastorno obsesivo-compulsivo, una paranoia, una claustrofobia o una aracnofobia.

    Que salgan de clase (estando prohibido el uso del teléfono en todo el recinto escolar) y que comenten entre ellos las razones por las que el copiloto hizo lo que hizo (el mismo día que se hizo público el informe del fiscal).

    Que conozcan los nombres de los medicamentos que se utilizan para tratar a los compañeros diagnosticados con TDA(H), que sepan quiénes son, que sean capaces de enumerar sus efectos secundarios (y les cueste recordar los símbolos de los elementos de la tabla periódica), que se pasen entre ellos ibuprofenos o paracetamoles para combatir sus jaquecas o sus dolores musculares.

    Que estemos educando a una generación de jóvenes viejos, enfermos y trastornados, que se hayan olvidado de jugar y que no sepan aburrirse.

    Esa cicatriz no se borrará nunca. La taparán con un tattoo.

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