1 de marzo de 2015

Richard

De pequeño yo pasaba del cuarto piso al quinto para jugar con el scalextric de su hermano, que estaba perfectamente montado, con el detenimiento de un adolescente, encima de la habitación de mi hermana, porque los mayores tenían siempre la habitación mejor. Lo destrozábamos como niños y luego bajábamos a jugar al futbol en el pasillo haciendo de portería el propio ancho de la estancia.

Y nos distanciamos porque sus padres se fueron a otro piso y los mios a algún otro lugar. Era un año mayor que yo y un pequeño cabrón. Así que, como compartíamos colegio, le alcancé con 15 años. Estábamos en la misma clase y compartíamos nombre, porque una de las cosas que nos unía era llamarnos de la misma forma. Es más, en el velatorio de su padre me di cuenta de cómo, aunque en el DNI somos idénticos, el nombre coloquial es el mismo y por un momento casi sentí que se referían a mi mismo. No estuvo. No quería, y lo entiendo, ver a su progenitor, a esa imagen inalcanzable que son algunos padres para los hijos de mi generación, marchito y frío tras un cristal.

Pregunté por él. Me dijeron que la noche anterior, un momento después de morir su padre, abrieron una buena botella de whisky entre su hermano y sus primos hasta acabarla, porque la habían encargado para ello casi como una importación ilegal, un homenaje y un último deseo. Sé que se casó, que se separó, que tuvo un hijo en alguno de esos episodios. Sé que jugábamos, camino de su casa siendo pequeños, contando preservativos flotando en la ría de Bilbao sin saber exactamente qué era aquello y estoy seguro que me ganaba siempre porque me convencía que las bolsas del supermercado podridas también lo eran. Estoy seguro que, en algún momento, me protegió de las travesuras abusonas de los malos de clase porque nos respetábamos como se respetan las enseñanzas que se reciben de pequeño y que son casi inalterables por muchos años que pasen.

Así que salió a la calle unos días después de enterrar a su padre y en una acera, en medio del frío, cayó fulminado agarrándose el pecho. Luchó, sin salir del sueño, hasta hoy mismo. Y dejó el contador en 44 porque aún no eran 45.

Me ha pillado en medio de las peleas infames contra las deudas y los amores no realizados. Me ha pillado en silencio y con esa marcha larga metida que tienen los domingos en los que no se coge ritmo hasta el lunes. Me ha pillado con cansancio y con esas ganas eternas que llegan a los 40 pidiendo romper con todo como si fuera algún tipo de solución. Me ha pillado sin whisky y con una sensación extraña que llega cuando los entierros empiezan a ser de tu generación.

Y las dudas sobre lo que realmente importa vuelven casi como los juegos de la infancia, acobardado con el silencio que tiene el vacío de la muerte de una parte de lo que fui o fuimos mientras yo perdía en todos los juegos con mi vecino de la escalera, el niño del piso de arriba.

Era Ricardo. Richard en su casa. Richi en el colegio. (1970-2015)

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