11 de diciembre de 2011

La muerte digna y la extensión de las agonías

Por estas fechas, más o menos, recibí, hace dos años, la última llamada de teléfono de mi padre. Me decía, con la voz casi como un hilo que le mantenía despierto, que no se me olvidara que ya no iba a estar en casa, que le iban a ingresar de nuevo. Me decía que si tomaba la decisión de ir a verle, aunque mi deber era trabajar en los sueños que estaba persiguiendo, ya no le tenía que buscar en casa, sino en la segunda planta de aquel hospital de lujo del que no salió.

Me contaron, porque no tuve el valor de estar delante en aquellos momentos, que aquel dolor infernal que le estaba carcomiendo los huesos por dentro le llevó a tomar la decisión de suplicar por morir en las pocas horas que la morfina le dejaba tener conciencia de la realidad. Sentía, porque lo sé, que a lo largo de su vida había hecho muchas cosas de las que algunas, como en cualquier caso, estaban bien y otras no estaban tan bien. Me decía, alguna semana antes, que se había dedicado a trabajar para nosotros y se había olvidado, muchas veces, pasar el tiempo necesario para vernos crecer. Me seguía dando indicaciones de cómo cuadrar un balance y de cómo debía de emplear 8 horas para dormir, 8 para trabajar y 8 para disfrutar. Me decía que no fumase. Me hablaba del amor incondicional de mi madre y alguna vez se le escapó lo orgulloso que estaba de sus dos hijos, quizá algún momento antes de que ya no pudiera andar. Me había mirado, la última vez que salí de casa, con la mirada que tienen las despedidas mientras movía dos dedos desde sus ojos hacía los míos, como si siempre me estuviera vigilando. Ahí estaba, con ese batín azul con el cinturón deshilachado, las gafas con el borde brillante y la seriedad cómplice del que sabe que es, por derecho, el guía de su entorno.

Recuerdo los viajes de vuelta como una cuneta contínua en la que parar a llorar donde no me viera nadie. Lloré en la M-30, en todas las áreas de servicio entre Somosierra y Miranda de Ebro. No era ausencia, era rabia. Porque cuando nos lo habíamos dicho todo el resto del sufrimiento, de los ingresos médicos, del declive, del adelgazamiento como un globo que se desinfla desde dentro, estaba de más. La rabia representaba la impotencia de acabar con aquella situación injusta sobre un hombre recto que no se merecía suplicar por morir.

Uno de los debates que divierten a la sociedad que nos espera se refiere a la muerte digna. Es perfectamente lógico mi punto de vista. Quien defiende la extensión de las agonías es un asesino.

Aún recuerdo aquella llamada. Espero que ningún beato defensor de los procesos divinos tenga que recordarla.

1 comentario:

  1. Lo he pasado mal leyendo tu relato, porque te entiendo, y hubiera preferido no entenderte tanto. Mi padre murió de cancer en enero de 1998, estuvo los dos últimos meses con sedación dormido. Recuerdo que hubo un momento, al principio, en el que a mi madre le ofrecieron muy sutilmente la posibilidad de darle un poquito más de morfina y que todo acabase antes pero ella eligió que siguiese dormido. Un día tardaron más de la cuenta en reemplazar la morfina y con el dolor despertó, las palabras que nos dijo no las voy a olvidar nunca, fueron " por qué me haceis esto, no veis que no vale de nada", quizás no parezcan nada del otro mundo, pero a mi me van a seguir doliendo mientras viva. Lo peor es que hoy en día, después de la historia aquella de las sedaciones ilegales de Madrid, es ya imposible que le ofrezcan a nadie la posibilidad de acabar antes, y por lo que se, ni se arriesgan siquiera a dejarlo dormido.
    Un abrazo

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