María
está loca.
No
es algo relacionado con la pose o porque
sea la que más baila en las fiestas, la que grita más alto o la que conduce con
la ventanilla abierta cantando canciones de Jose Luis Perales a pleno pulmón
por la circunvalación de Bilbao. María está loca diagnosticada y sabe, de una
manera cierta que hay días, momentos, respuestas e incluso opiniones
incontrolables que brotan sin control de alguna parte de su cabeza.
Sube
y baja, como una sinusoide, como El Ratón Vacilón de las barracas.
La
puedes encontrar, cuando los fuegos artificiales llenan el cielo los nueve días
de fiestas, gritando con cada explosión o tumbada en la hierba con los ojos
fijos y sintiendo como si las luces fueran gotas de lluvia que la empapan. Salta en las verbenas. Se sienta en los
conciertos. Se sorprende, abriendo mucho la boca aspirando el asombro, con los
magos callejeros. Habla con las
marionetas y más de una vez se ha
perdido, como un niño en la sección de juguetes de El Corte Inglés, entre los
cientos de estímulos que llegan, amplificados, a sus pupilas.
Es
una artista en sus tiempos muertos.
Ese
cliché que relaciona la locura con el arte la hace brillar sin saber
exactamente si es una artista o si tiene la capacidad de explotar contra un
lienzo de una forma fascinante, con un exceso de esa imaginación que no dispone
del filtro que da la consciencia. Acumula colores y formas de una manera
estremecedoramente auténtica. Cuando su mente no la traiciona, cuando la
realidad no se convierte en pesadilla, es luminosa y delimita las formas de sus
cuadros en un alarde realista casi fotográfico. Cuando se queda sepultada por
el agotador proceso de las neuronas, sus dibujos son borrosos con el mismo
patrón de desbandada de píxeles mal acumulados que tiene una pantalla moderna
rota a cabezazos.
María
ha extendido las sábanas de la cama en el suelo del salón.
Tuvo
un novio que no la adoró lo suficiente y otro que desapareció antes de amanecer
tras una nota de despedida que lee cuando llora, en el sofá, los domingos de
lluvia. Tuvo amigos aparecieron y se esfumaron, pero siempre en exaltaciones de
la amistad y rupturas dramáticas que
después, en realidad, no dejaron cicatrices. Solo te pueden hacer cicatriz los
navajazos que te das tú solo, aunque sea con el cuchillo de la ausencia de
otros. También se puede salir, alocado y feliz, proyectado al infinito en una
espiral de energía que hace levitar con un combustible de rabia, ganas y ansia.
A la luna se le aúlla en soledad o se le enseña el culo en compañía.
María
empieza a pintar sobre las telas. Lanza pintura de colores que se entremezclan.
Salta descalza sobre ellas. Se mancha las manos y gatea. Se desnuda. Se tumba y
se pone en posición fetal. Verde, rojo, blanco. Azul brillante gotea por sus
caderas. Se duerme sobre una cama multicolor.
Todas
las mañanas son una lotería de sentimientos. Se puede despertar de un salto o
resguardarse con miedo del amanecer. Cantar con la ducha como micrófono o dejar
que las gotas golpeen la cerviz deslizando por la espalda como unas manos
calientes que memorizan sus músculos. Saluda a los vecinos, unos días. Otros,
en el infinito trayecto del ascensor, mira cómo cambian lentamente los números
de los pisos que siempre se toman más tiempo cuando no hay ganas de hablar.
Compra el pan. Unos días de molde, otros días de barra. A veces se hace
bocadillos de atún y a veces de chorizo. Se refugia en un trabajo que la ocupa.
Los entretenimientos la aíslan, en una sensación de paz y rutina, del
maremágnum de emociones que tiene dentro. Cuanto más gris, mejor. Ella siempre
soñó con la creatividad ilimitada que tienen los genios, pero los genios
tutelados.
Nada
más despertar ha cogido unas tijeras largas, alumínicas y afiladas.
Al
llegar la tarde, con esa luz parecida a un reflejo en una lámina de cobre que
tiene Bilbao en agosto, recoge su mesa ritualmente para dejarla exactamente
igual que como estaba ayer. Volver con todo en su sitio resulta, a veces, un
chute de calma porque nada ha cambiado y todo parece que está controlado.
Conocer la ubicación de nuestro universo, como saber el lugar exacto en el que
se pone cada Txozna en fiestas, es una manera de sentir algo parecido a “casa”.
Pasa el tiempo, pero permanece lo bueno y si todo está como siempre es que
siempre estuvo bien.
Ha
empezado a cortar con un patrón conocido pero aproximado. Vive un momento en el
que en su cabeza todo parece perfecto pero desde fuera no se entiende. Corta y
extiende. Mira. Vuelve a cortar. Ella está acostumbrada a que nadie la entienda
y necesita, visceralmente, llegar a donde quiere llegar. Muchas veces el
destino es una incógnita que se descubre sola al final de la ecuación, cuando
se tachan las variables.
Bilbao
en fiestas es un gran bullicio. Reflejándose sobre la ría y con una mezcla de
reivindicación, festividad y algarabía comunitaria se vive luminosamente sin
perder un núcleo que lo impregna todo como si fuese la mano personal de un
único artista que habita en cada uno de los bilbaínos. Y todos los que están
ahí lo son, aunque sean de Cuenca o aunque hayan venido a vender esmeraldas
falsas a los joyeros de la Villa. Los oídos resuenan, las conversaciones se
entremezclan a cada paso y los ciclos se repiten día tras día como si no fueran
a terminar nunca. Niños, concursos, charangas, tradiciones, bilbainadas, bares,
conciertos, txosnak, cortejos, amores, culturas, fuegos artificiales,
amistades, tumulto, brigadas de limpieza
y amanecer. Vuelta a empezar.
María
se ha puesto las sábanas pintadas alrededor del cuerpo. Un fajín azul. Una
falda larga. Una flor en el pecho. Brilla, desde las muñecas hasta la cintura,
multicolor. Coquetea con el espejo mientras rasga un pedazo de tela para
ponérsela en forma de pañuelo alrededor del cuello. Se mira. Se dice a sí
misma, bilbainísima como ella sola: ¿A que no hay huevos? . La respuesta es un
giro feliz, brusco y acelerado decidiendo correr hacia la calle.
Por
las avenidas María baila. Y sonríe. Es una mujer alta. Bota al ritmo de la
música. Levanta los brazos y otras personas, irradiadas de ella, la siguen.
Como una serpiente multicolor donde es la cabeza y a su vez todos los colores,
va por el puente del arenal deslizándose al ritmo de los compases de la ciudad.
Y viene María en medio de la Jaia, que para eso es fiesta en euskera. Loca,
alegre, contenta y con sus claroscuros, como tú y como yo. Como todos los que
estamos algo locos aunque no estemos diagnosticados porque no nos dejamos ver
por la lupa de la cordura. No estamos cuerdos porque estamos en fiestas. Allí,
por donde se baila y se bebe, por donde se ríe y se han hecho amigos
exclusivamente por el hecho de estar bajo el cielo de la misma ciudad. María
lleva su ropa colorista. Su pañuelo, su falda abanicando y haciendo que hasta
los gatos estén alegres, como dice alguna canción.
Todos
lloramos, reímos, tenemos taquicardias que nos acongojan antes que nos salga
una carcajada a media tarde y después de encontrar a los amigos o a nosotros
mismos. Tuvimos amores y pérdidas. Buscamos las cuerdas de las marionetas. Nos
quedamos callados con los fuegos artificiales sobre nuestras cabezas. Cantamos
en la ducha. También nos ponemos tristes, a veces. Hemos llorado las ausencias,
comido bocadillos de atún y de Nocilla. La llevamos dentro. María es la fiesta
y como es algo nuestro esa locura la convirtió en Marijaia.
María
no está loca.
Pd:
Todos somos María, al menos 9 días.
·
Jaia: fiesta.
Pd2:
Mariajaia fue diseñada por Mari Puri Herrero en 1978.