15 de agosto de 2020

Todos somos Maria ( Bilbao. Aste Nagusia 2020)


María está loca.

No es algo relacionado con la  pose o porque sea la que más baila en las fiestas, la que grita más alto o la que conduce con la ventanilla abierta cantando canciones de Jose Luis Perales a pleno pulmón por la circunvalación de Bilbao. María está loca diagnosticada y sabe, de una manera cierta que hay días, momentos, respuestas e incluso opiniones incontrolables que brotan sin control de alguna parte de su cabeza.

Sube y baja, como una sinusoide, como El Ratón Vacilón de las barracas.

La puedes encontrar, cuando los fuegos artificiales llenan el cielo los nueve días de fiestas, gritando con cada explosión o tumbada en la hierba con los ojos fijos y sintiendo como si las luces fueran gotas de lluvia que la empapan.  Salta en las verbenas. Se sienta en los conciertos. Se sorprende, abriendo mucho la boca aspirando el asombro, con los magos callejeros. Habla con  las marionetas y  más de una vez se ha perdido, como un niño en la sección de juguetes de El Corte Inglés, entre los cientos de estímulos que llegan, amplificados, a sus pupilas.

Es una artista en sus tiempos muertos.

Ese cliché que relaciona la locura con el arte la hace brillar sin saber exactamente si es una artista o si tiene la capacidad de explotar contra un lienzo de una forma fascinante, con un exceso de esa imaginación que no dispone del filtro que da la consciencia. Acumula colores y formas de una manera estremecedoramente auténtica. Cuando su mente no la traiciona, cuando la realidad no se convierte en pesadilla, es luminosa y delimita las formas de sus cuadros en un alarde realista casi fotográfico. Cuando se queda sepultada por el agotador proceso de las neuronas, sus dibujos son borrosos con el mismo patrón de desbandada de píxeles mal acumulados que tiene una pantalla moderna rota a cabezazos.

María ha extendido las sábanas de la cama en el suelo del salón.

Tuvo un novio que no la adoró lo suficiente y otro que desapareció antes de amanecer tras una nota de despedida que lee cuando llora, en el sofá, los domingos de lluvia. Tuvo amigos aparecieron y se esfumaron, pero siempre en exaltaciones de la amistad  y rupturas dramáticas que después, en realidad, no dejaron cicatrices. Solo te pueden hacer cicatriz los navajazos que te das tú solo, aunque sea con el cuchillo de la ausencia de otros. También se puede salir, alocado y feliz, proyectado al infinito en una espiral de energía que hace levitar con un combustible de rabia, ganas y ansia. A la luna se le aúlla en soledad o se le enseña el culo en compañía.

María empieza a pintar sobre las telas. Lanza pintura de colores que se entremezclan. Salta descalza sobre ellas. Se mancha las manos y gatea. Se desnuda. Se tumba y se pone en posición fetal. Verde, rojo, blanco. Azul brillante gotea por sus caderas. Se duerme sobre una cama multicolor.

Todas las mañanas son una lotería de sentimientos. Se puede despertar de un salto o resguardarse con miedo del amanecer. Cantar con la ducha como micrófono o dejar que las gotas golpeen la cerviz deslizando por la espalda como unas manos calientes que memorizan sus músculos. Saluda a los vecinos, unos días. Otros, en el infinito trayecto del ascensor, mira cómo cambian lentamente los números de los pisos que siempre se toman más tiempo cuando no hay ganas de hablar. Compra el pan. Unos días de molde, otros días de barra. A veces se hace bocadillos de atún y a veces de chorizo. Se refugia en un trabajo que la ocupa. Los entretenimientos la aíslan, en una sensación de paz y rutina, del maremágnum de emociones que tiene dentro. Cuanto más gris, mejor. Ella siempre soñó con la creatividad ilimitada que tienen los genios, pero los genios tutelados.

Nada más despertar ha cogido unas tijeras largas, alumínicas y afiladas.

Al llegar la tarde, con esa luz parecida a un reflejo en una lámina de cobre que tiene Bilbao en agosto, recoge su mesa ritualmente para dejarla exactamente igual que como estaba ayer. Volver con todo en su sitio resulta, a veces, un chute de calma porque nada ha cambiado y todo parece que está controlado. Conocer la ubicación de nuestro universo, como saber el lugar exacto en el que se pone cada Txozna en fiestas, es una manera de sentir algo parecido a “casa”. Pasa el tiempo, pero permanece lo bueno y si todo está como siempre es que siempre estuvo bien.

Ha empezado a cortar con un patrón conocido pero aproximado. Vive un momento en el que en su cabeza todo parece perfecto pero desde fuera no se entiende. Corta y extiende. Mira. Vuelve a cortar. Ella está acostumbrada a que nadie la entienda y necesita, visceralmente, llegar a donde quiere llegar. Muchas veces el destino es una incógnita que se descubre sola al final de la ecuación, cuando se tachan las variables.

Bilbao en fiestas es un gran bullicio. Reflejándose sobre la ría y con una mezcla de reivindicación, festividad y algarabía comunitaria se vive luminosamente sin perder un núcleo que lo impregna todo como si fuese la mano personal de un único artista que habita en cada uno de los bilbaínos. Y todos los que están ahí lo son, aunque sean de Cuenca o aunque hayan venido a vender esmeraldas falsas a los joyeros de la Villa. Los oídos resuenan, las conversaciones se entremezclan a cada paso y los ciclos se repiten día tras día como si no fueran a terminar nunca. Niños, concursos, charangas, tradiciones, bilbainadas, bares, conciertos, txosnak, cortejos, amores, culturas, fuegos artificiales, amistades,  tumulto, brigadas de limpieza y amanecer. Vuelta a empezar.

María se ha puesto las sábanas pintadas alrededor del cuerpo. Un fajín azul. Una falda larga. Una flor en el pecho. Brilla, desde las muñecas hasta la cintura, multicolor. Coquetea con el espejo mientras rasga un pedazo de tela para ponérsela en forma de pañuelo alrededor del cuello. Se mira. Se dice a sí misma, bilbainísima como ella sola: ¿A que no hay huevos? . La respuesta es un giro feliz, brusco y acelerado decidiendo correr hacia la calle.

Por las avenidas María baila. Y sonríe. Es una mujer alta. Bota al ritmo de la música. Levanta los brazos y otras personas, irradiadas de ella, la siguen. Como una serpiente multicolor donde es la cabeza y a su vez todos los colores, va por el puente del arenal deslizándose al ritmo de los compases de la ciudad. Y viene María en medio de la Jaia, que para eso es fiesta en euskera. Loca, alegre, contenta y con sus claroscuros, como tú y como yo. Como todos los que estamos algo locos aunque no estemos diagnosticados porque no nos dejamos ver por la lupa de la cordura. No estamos cuerdos porque estamos en fiestas. Allí, por donde se baila y se bebe, por donde se ríe y se han hecho amigos exclusivamente por el hecho de estar bajo el cielo de la misma ciudad. María lleva su ropa colorista. Su pañuelo, su falda abanicando y haciendo que hasta los gatos estén alegres, como dice alguna canción.

Todos lloramos, reímos, tenemos taquicardias que nos acongojan antes que nos salga una carcajada a media tarde y después de encontrar a los amigos o a nosotros mismos. Tuvimos amores y pérdidas. Buscamos las cuerdas de las marionetas. Nos quedamos callados con los fuegos artificiales sobre nuestras cabezas. Cantamos en la ducha. También nos ponemos tristes, a veces. Hemos llorado las ausencias, comido bocadillos de atún y de Nocilla. La llevamos dentro. María es la fiesta y como es algo nuestro esa locura la convirtió en Marijaia.

María no está loca.

Pd: Todos somos María, al menos 9 días.
·         Jaia: fiesta.
Pd2: Mariajaia fue diseñada por Mari Puri Herrero en 1978.

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