A DE AUTOESTIMA
-Lo siento señor- responde
automáticamente la operadora telefónica de la sección de objetos perdidos y después
de golpear las teclas del ordenador- con la A de autoestima no me sale nada.
¿Está seguro que la perdió en nuestro municipio?
Al otro lado del teléfono Mikel
duda. Tampoco está tan seguro. –Bueno-
balbucea un poco- en realidad es el primer lugar que recuerdo donde la eché de
menos.
-Bien- le dicen de manera casi
automática- hemos anotado sus datos y si tenemos alguna noticia no dudaremos en
ponernos en contacto con usted. ¿Alguna consulta más?
-No, gracias
-En ese caso le pido que no se
retire y procederemos a hacerle una encuesta sobre la atención recibida. Que
pase una buena tarde y gracias por ponerse en contacto con el área de objetos
perdidos de su ayuntamiento.
Como era de esperar, casi como
una norma no escrita, en absoluto responde a la encuesta de rigor. Se queda con
el teléfono inerte, como un arma recién disparada al final del brazo destensado
señalando con el cañón del auricular al suelo. Sabe que no está pero no sabe dónde
la perdió. Quizá fue poco a poco como una fuga de presos de un campo de
concentración alemán a través del túnel. Quizá empezó esa pérdida el día en el
que, con cinco años, aquella chica que le gustaba se fue con Benito porque él
tenía una moto. Una mierda de moto de niño, sí, pero una moto. Amarilla y con
una ruedas gruesas que le permitían ir por la playa. Él, si quería conseguir lo
mismo con su bicicleta, tenía que hacer toda la fuerza sobre cada pedal creyendo lo que se siente en la cara en los
anuncios en vez de un sudor ardiente que desliza por la frente con la mala
suerte de meterse en los ojos. Lo cierto es que las dos o tres veces en las que
intentó hacer, sin éxito, un sprint por la playa no le vio nadie. Mikel ha sido
desde niño un gran previsor de sus ridículos.
Así que se fue al armario a
revisar los bolsillos de sus chaquetas y sus pantalones. Fue metiendo la mano.
Sacó un pañuelo arrugado, seco y casi pétreo. Sacó un ticket de la compra de
algo que ya digirió hace meses. Sacó unos céntimos, un preservativo. Sacó un
billete de cinco que había sido lavado. Sacó un número de teléfono en un trozo
de folio roto. Lo dejó sobre la mesa. A un lado el móvil y al otro el número.
Ni idea de quien pudiera ser. Probó a escribirlo por si la memoria digital
infinita lo reconocía. Nada. Llamó.
-¿Mikel?- dijo al otro lado una
de esas voces de mujer que está sin identificar en algún lugar del recuerdo.
-Sí.
-¿Qué tal?
-Bien, ¿y tú?- dijo sin atreverse
a reconocer que no tenía, esa voz, cara ni nombre. Es una de las múltiples ocasiones en las que,
como si nos saludásemos por la calle, no queremos parar para no admitir que no
somos tan amigos o tenemos tantos recuerdos comunes. Hay un grado de amistad
que incluye reconocimiento pero no conciencia. Podemos haber tenido una gran
conversación, un proyecto laboral, amigos en común o incluso una noche loca
pero nada más. No se ha llegado a la titulación de persona, animal o cosa. Es
el limbo de las amistades que no son amigos.
Al otro lado se hace un silencio
que casi está escondiendo una sonrisa maternal o irónica.
-No tienes ni puta idea de quién
soy, ¿verdad?
Mikel hace un silencio.
-No
-Entonces ¿por qué has llamado?
En esos casos lo mejor es la
verdad
-Encontré el teléfono en un
bolsillo.
-De un pantalón beige
-La verdad es que sí. ¿Cómo lo sabes?
-Es el que llevabas puesto cuando
te lo di. Lo apuntaste. Sonreíste. Me dijiste que mañana me ibas a llamar. Y, ya ves, todos sabíamos que era mentira.
Los hombres sois unos niños grandes tremendamente predecibles. No se puede
esperar mucho.- Hizo una pequeña pausa hacia el chiste o la ocurrencia- Bueno,
sí, la extinción.
-Eso se arregla con un asteroide-
dijo Mikel como ocurrencia.
-No, tranquilo. Es cuestión de
tiempo. En fin, ¿para qué quieres llamar
a una extraña?
-La verdad es que he perdido la
autoestima y la estaba buscando. Al mirar en los bolsillos por si aparecía lo
único que encontré fue tu número y, no sé, quizá.
-Aquí no está Mikel. La llevabas
encima cuando te conocí pero si te sirve de consuelo te la llevaste contigo e
igual que mi teléfono. Por lo que veo has hecho con ella lo mismo que con el
número. Sigue buscando, chico, hay miles de premios. Te dejo, que me has
pillado ocupada. Cuídate.
Y ese “cuídate” sonó como suelen sonar: si te mueres me va a
dar pena pero no voy a ir a tu entierro.
Es cierto, si se para a pensarlo
un poco, que alguna noche cargado con la energía que dan seis trivialidades, la
oscuridad, doscientos cincuenta gramos de tumulto y tres copas de consumo lento
y continuo, tuvo esa sensación de llevar la autoestima consigo. No como quien
sabe dónde está o la forma que tiene pero si con la tranquilidad de saber que
su ubicación es cercana. Lo mismo de quien no necesita tocar el bolsillo para
saber que allí están las llaves.
¿Cuándo tuvo por primera vez esa
sensación?. Es casi un proceso de regresión y esa regresión le llevó a casa
de la abuela. Una casa con una mezcla en el olor a lejía y humedad. Con todos
esos elementos que duran para siempre. La televisión de tubo que vive
constantemente encendida casi como una compañía infinita y que es un pozo de
indignación y escándalo que engaña haciendo
creer que el mundo se asoma por ahí cuando, en realidad, es una mano que
juega al baloncesto con las emociones del corazón.
La abuela siempre le dijo que era
un niño muy guapo. Listo. Le daba largos
besos en la mejilla cogiendo su cabeza
con las dos manos. Si alguien le dio la autoestima en algún momento tuvo que
ser ella. De alguna manera furtiva, en una bolsa mal cerrada del supermercado y
a la vez que le decía “que no se entere tu padre”. Él, niño que sale de casa
pensando que llevaba un tesoro casi
robado, abriéndolo al salir del portal y encontrarla en el fondo de la bolsa, junto a unos
caramelos.
Pensándolo bien no sabe si
aquello era autoestima o una semilla de narcisismo. En los ojos de la abuela siempre luce bien. Así
que fue a visitarla. Ella siempre le dice que está guapo. Es un ceremonial en
el que él llega a la casa y pasa al salón tras un achuchón de esos que aprietan pero que no se sienten
invasivos. La abuela habla desde la cocina preparando un café descafeinado con
leche desnatada y que acompaña de sacarina porque algún predicador televisivo
de la gastronomía lo dijo alguna vez. Muy sano. Y pastas. Muchas pastas.
Bizcocho y turrón de las navidades
pasadas. “Come algo más” le dice mientras se queja de lo poco que la visita y
la mucha ilusión que le hace que haya venido.
-Abuela- dice. Ella le
mira con atención pero sin dejar de ver al niño. -¿Tu no sabrás si me
dejé la autoestima la última vez que estuve aquí, verdad?.
Ella piensa una centésima de segundo y se levanta
para ir a su habitación. Vuelve con el monedero en la mano. Saca un tesoro. –Ve
y cómprate algo- le dice mientras le da
un par de billetes. –Aquí no te has dejado nada pero ven cuando quieras- le sigue diciendo mientras le acerca el plato
del turrón de hace meses. -¿Y qué tal de novias?. En ese momento Mikel se rinde
porque la abuela ha entrado en el bucle infinito de las abuelas que se compone
de una exaltación completa del nieto y un poso de enseñanza demostrado en
experiencias ancestrales, esas de cuando irse a bailar era casi ser un antisistema.
La escucha, sonríe, se acaba el agua disfrazada de café y vuelve a la calle
sabiendo que lo que busca debe de estar en algún lugar que no ha descubierto. Lo que es cierto es que la abuela siempre le
habla del sacrificio y de la guerra, de la forma de salir a delante que tiene
el esfuerzo y el estudio. La abuela tiene la certeza, casi demostrable, en que el buen
hacer siempre tienen una recompensa. Eso es lo que hace falta.
Al salir a la calle y en la
búsqueda de un café de verdad que quite ese sabor que le acompaña entre los
dientes Mikel entra en un bar. En la
puerta hay un cartel con una cara
sonriente. Pone “Taller de Coaching: elevar tu autoestima”. Eso llama su
atención. Sigue leyendo: “en tu vida hay retos, sueños, oportunidades, rutinas,
conflictos, logros, barreras, pérdidas, ganancias, posibilidades y lo único que
permanece en la vida es el cambio. Estos talleres emplean tus capacidades y
potencial innato para dar una respuesta a la gestión reactiva de tu vida y
anticiparte con la gestión por-activa.” Va directo hacia allá, como si en un
cartel pegado en una pared pudiera existir una respuesta. La publicidad de
guerrilla tiene esa virtud de disfrazarse de señal. A cualquier humano que haya
visto cine le apasionan las señales.
Al llegar recibe un pequeño papel
con el nombre del Coach profesional certificado por las prestigiosas
asociaciones CTI y ICF que en realidad es como si ponen tres letras juntas al
azar. Llamar al Seat 124 el
milcuatrocientostreinta siempre parecía que era un coche mucho más deportivo.
-¡Qué queréis!- dice un tipo con un
micrófono colgado de la oreja y una puesta en escena de un
telepredicador de 1989.
-¡Autoestima!-gritan desde
algunos asientos que parecen ser los anzuelos a sueldo. Claro que eso es lo que
Mikel viene buscando.
Entonces empieza a contar que en
una calle de Omaha, en 1943, una tal John Smith Wilson tuvo una revelación que
le hizo ser más fuerte y más feliz, que vio el camino que le llevaría al éxito
y que esa revelación la pasó a sus hijos que fundaron la Wilson INC. Que les
hizo ricos como nadie gracias a las
enseñanzas de su padre. Que ahora mismo, antes de dejar la sala, esa revelación
la iba a compartir con todos y que serían capaces de ser todo lo que quisieran
porque la verdad está dentro de todos nosotros.
-¡Seréis lo que queráis ser!-
dijo levantando los brazos casi como
para hacer levitar al público.
-¿Seré campeón olímpico?- dijo Mikel casi sin pensarlo y de
esas formas en las que uno se da cuenta que ha hablado en alto al oírse.
-¡Oh!- dice el coach en
cuestión.- Suba aquí conmigo.
Mikel, entonces y quizá haciendo
gala de una ironía fuera de lugar, decide subir cojeando al escenario.
-Puedes ser lo que quieras si lo
deseas- le dice. Las olimpiadas no son solamente para grandes corredores. Los
premios y las recompensas son para todo aquel que lo desea de verdad y lo único
que lo puede impedir eres tú mismo. Los límites no existen si tienes la
determinación suficiente.
-Pero yo soy cojo. Es imposible.
-!Todo es posible!
-No, no lo es. Vamos, que por
mucho que yo quiera no...
-¡Eso es porque no tienes
autoestima!
-Uy- dice Mikel con cara de haber encontrado el camino adecuado-
en eso sí que le voy a dar la razón. Si me permite le voy a hacer una pregunta.
¿Dónde está mi autoestima?
-!Dentro de ti!
-Que no- le responde- que yo ya
he ido al baño esta mañana y nada, que ahí no estaba. Y he buscado en los
cajones y por casa. Incluso en el hueco de la ropa sucia y tampoco. En casa de
mi abuela tampoco. Por eso estoy aquí.
-¿Y quieres encontrarla?
-Claro, joder. Creo yo que no
hace falta tanta parafernalia para una simple dirección. No sé: la tienes en la
bolsa de deporte. O, no sé, se la ha llevado tu madre para limpiar. Empiezo a
pensar que todo esto no es más que una chufa. ¿Me lo va a decir o me quiere
vender algunos fascículos?
El coach hace una mueca de enfado
porque cuando el paso previo a la fervorosidad no se da es muy difícil llegar
al paso siguiente. Cuando se pone en duda la divinidad de un Dios los pupilos se sienten incómodos. Mikel no
parece un convencido. Eso es un gusano
en una manzana de la que hay que estar convencido que está fresca y pura pero
el espectáculo debe continuar.
-¿Dónde la has buscado, amigo?
-En objetos perdidos, en los
bolsillos de la ropa usada, en casa de
una amiga y en casa de mi abuela. Pero nada, que no está. Así que vi su
publicidad y pensé que quizá me podía dar indicaciones ya es usted un
profesional. O- dice con una pausa
dramática- un supuesto profesional.
-Yo soy un Coach certificado y no
puedo ayudar a nadie que no está en disposición de serlo. Así de sencillo. Le
pido que abandone nuestra reunión.
-Sin ninguna respuesta
-¿Perdón?
-He dicho que sin ninguna
respuesta. Que es un parlanchín que promete
algo que no puede llevar a cabo. Habla de recuperar la autoestima y aquí
estamos todos perdidos. Aprovecha esa debilidad para prometernos algo que no
puede cumplir. No puede, no sabe o lo que es peor, no quiere. Con una puesta en escena infame y sin decir
nada. La Wilson INC no aparece ni en internet. Es tan fácil como buscar. Yo lo he hecho
El coach se tapa el micrófono
con la mano y le dice al oído: “Vete a
tomar por culo rápido antes que te reviente la cara, cabrón”
Y Mikel se va sin dejar de
cojear. Las mentiras hay que mantenerlas hasta el final.
(continuara....)
Si la encuentra Mikel que avise, quizá está en un cementerio de autoestimas y así unos cuantos podemos recuperar la nuestra también.
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