11 de febrero de 2018

A de autoestima (y final)

Y Mikel se va sin dejar de cojear. Las mentiras hay que mantenerlas hasta el final.


Cuando se toma una decisión, quizá tras un periodo de reflexión más o menos  largo, lo que diferencia a los mediocres de los fuertes es la capacidad de llevarlo a cabo. Los visionarios son filósofos de la verdad pero los que se manchan las manos son los verdaderos artesanos y eso es una enseñanza de aquellas que se quedan clavadas a fuego. Para hacer efectiva una mentira hay que creérsela y mantenerla de forma constante porque con la tozudez se es un loco o un gran actor. Si en medio de los interrogatorios el preso se rinde puede ser por dos motivos: por no poder soportar la presión o porque la verdad se va abriendo paso. La manera perfecta de encontrar una mentira en un adolescente que llega tarde a casa es hacerle contar lo que hizo pero de manera inversa, es decir, con el tiempo al revés.
Cuando ya no hace falta se puede eliminar la mentira porque dejó de ser rentable. Mikel deja de cojear al alejarse de su último intento infructuoso. Es lo mismo que dejar de prestar atención a aquel programa de televisión infumable al que prestaba atención porque a Ana le gustaba. Casi lo mismo que aficionarse al tequila con canela y naranja  bebido a sorbos pequeños. El tequila se inventó para emborracharse rápido y ella se sentaba en casa con una rodaja de naranja, un pequeño y decorado frasco de especias que tenía canela y una botella de Matusalen. Encendía la televisión y tardaba los 45 minutos del programa en tomar los tres dedos de ron que entraban en el vaso. Era una especie de ceremonial. Siempre  en los mismos vasos. Siempre sobre una bandeja que tenía dibujadas unas vespas. Se acercaban en el sofá con una manta de cuadros y dejaban que el tiempo hiciera el resto. A veces, después, salían a la calle. A veces mantenían el calor hasta la cama, siempre hecha, donde Mikel se ponía a la derecha y ella se desnudaba para ponerse el pijama comentando el programa anterior. Le abrazaba, quizá tenían sexo, y se dormían hasta el día siguiente. Era confortable y quizá, sólo quizá, era ese tipo de orden y corrección que se ansía pero que cuando llega ya no es tan divertido. Hay veces que los ricos, los de verdad, se quejan y no se entiende pero tenerlo todo es una aspiración humana que no se satisface con la acumulación. Así que un día, sin saber explicarlo, le dijo que no estaba bien. Que había algo que fallaba. Ella le pregunto el motivo exacto. No podía ser el calor porque las calefacciones siempre estaban perfectas. La cena siempre estaba rica. El sexo era aceptable. Las sábanas siempre olían bien. Nunca faltaba pasta de dientes ni gel. La nevera estaba completa, los vasos limpios encima del fregadero y la tabla de cortar en  el cajón del extremo izquierdo de la cocina. –No quiero vivir en un hotel,  quiero vivir en una casa-. Y ella le echó de la casa dejando bien claro, en un alarde de orgullo, que se había esforzado por la perfección y que esa perfección era incuestionable. Ahora, quizá con seguridad, vive un momento perfecto con algún tipo perfecto de esos a los que nunca les salen granos ni les crece la barba de manera desacompasada.
Aquello no era autoestima, era confort. El calor confunde demasiadas veces y cuando no está, cuando el aliento hace nubes delante de la cara, se echa de menos. En ciertas ocasiones se siente la rabia de un fracaso mal entendido o simplemente se hace una irascible gestión de la culpa. Recordar lo que pudo ser aunque no fuera a ser pero que, en una valoración social hubiera sido mejor que lo que ahora parece ser es, como un juego de palabras, un detonante de ira.
Enfadado de forma irracional Mikel se mete en una tienda de utensilios de cocina y compra un cuchillo jamonero. Se va a un callejón apartado y espera. Aparece un tipo desgarbado y frágil en apariencia.  Mikel le sale al paso con el cuchillo en la mano.
-No estoy para hostias- le dice mientras nota como un escalofrío le recorre.- Dame tu autoestima.
Los atracos han de ser rápidos y directos, al contrario que la seducción.
El otro tipo, paralizado, con los movimientos lentos y las palmas de las manos abiertas levanta la camiseta y mete la mano en su estómago. Saca, viscoso como el parto de un ternero, un cubo que le da a Mikel. –Y la cartera- aunque eso es para despistar. Y Mikel mira a los lados, le grita que no se mueva, que no le siga, que no llame a la policía y se va corriendo hacia cualquier lugar en que poder contemplar su botín. Los atracadores primerizos se ponen más nerviosos que los atracados.
Tras una carrera breve que se hace eterna termina en un edificio abandonado, junto a una pared de ladrillo. Guarda la cartera y mete, no sin un poco de asco y dolor,  la autoestima en el lugar adecuado.  Coge aire. La sensación es parecida a lo que dicen que se siente en un golpe de droga intravenosa. Es un cambio brusco y después una gratificante sensación general pero sin pérdida de consciencia. La mente, que es un yonki de las emociones, lanza mensajes a los músculos. Las sensaciones son  mucho más poderosas que la razón pero entre las dos opciones existe una línea muy fina.
Se deshace del cuchillo clavándolo y rompiéndolo en varios pedazos que deja en contenedores aleatorios. Las series de policías listísimos han pasado por su recuerdo para eliminar pruebas.
Y Mikel pasea por la calle con la  espalda recta, con su autoestima robada y con un orgullo latente. Se para en un escaparate para a ver un partido de fútbol. Tiene la impresión de ser un fan del equipo deportivo local, de pertenecer a un grupo contento de formar una historia. Hasta ese momento nunca le interesó el deporte. También, no sin sorpresa, se da cuenta que mira con algo más deseo que el habitual a las mujeres rubias. Se ve a sí mismo como un gran tipo que alardea de sus orígenes, fortalecido y bien posicionado. Mikel vive una extraña dualidad entre el recuerdo que tiene de él mismo y lo que siente. Se ha pedido un vino tinto en un bar, con una tapa. Habla con el resto de los clientes del trato arbitral injusto. Descubre que los pies se le mueven cuando suena una rumba. Mikel odiaba la rumba.
-Mierda- se dice. Y busca en sus bolsillos la cartera de su víctima.
Encuentra la dirección y va en su busca. Es una puerta fría en un pasillo a  lo largo de un edificio de esos que parecen una plantación de setas arquitectónicas. Afuera hay toldos verdes en algunas terrazas y un jardín  cuidado a medias en el que parece que siempre parece que hay un barrendero recogiendo colillas con desgana. Los bordillos de las aceras ya están redondeados con el paso de los años y los buzones escupen publicidad de mentira parida por la fantasía falseada de los centros comerciales. Se prepara frente a la puerta y llama. En su mano la cartera y en la otra la autoestima. Al abrir la puerta se despeja un salón con la persiana medias,  con el sofá casi con  forma de persona y la televisión haciendo un ruido a modo de acompañamiento. El tipo se queda frío, de una forma diferente al momento del robo, al verle delante.
-Esto no es para mí- le dice mientras le devuelve lo suyo. –Perdona, ha sido un error-
El tipo la vuelve a poner en su sitio y recupera el tono de la piel. Lo ojos se aclaran y se abren. No sabe que decirle. Mikel se aparta y se va por el pasillo. Sin girarse y antes de que cierre la puerta le dice: por cierto, hemos ganado. Y suena un “!bien, la final a Madrid!” justo antes de cerrar. Mikel  se sonríe un poco casi como si hubiera ayudado a cruzar una autovía a un ciego. Es un delito pero se supone que han llegado a la otra parte. Las gallinas cruzan porque están locas y para los ciegos son los Rubicon de todos los días.


Así que ha aprendido que no es, que no debe de ser una autoestima cualquiera. No es un traje sino el traje a medida. Eso es un problema porque el campo de búsqueda se reduce al mínimo. Tiene que ser la propia.  Existen películas bien hechas, con un guion formado adecuadamente, la música y la fotografía adecuadas pero que al salir del cine dejan el cuerpo con la sensación de haber pasado unas horas que se olvidarán en el futuro. Luego, sin embargo, hay películas mediocres, con diálogos sin continuación y enfoques desafortunados que se convierten en clásicos que nos acompañan. El sexo tiene sus componentes pero por alguna razón hay un momento en el que es ese, en el que es así, con esa persona, esas manos, esa saliva y con esa cadencia. No es nada nuevo y parece todo tan diferente porque encaja. Hay más cosas de las que parece que son parte de la búsqueda de algo personal. No hay generalidades válidas porque son partes a medida. La autoestima parece que es una de esas. Si se pierde la llave de casa no vale cualquiera para abrirla, sobre todo tras la puerta blindada de nuestro interior.
Mikel busca en internet. Hace una búsqueda a lo loco y pone “autoestima” justo al nombre de su ciudad.  Al final de la segunda página de resultados aparece uno: “cementerio de autoestimas” junto a una dirección. Está en las afueras. Coge el coche. Es un pequeño almacén con una placa metálica junto a la puerta. Al entrar un operario de obliga a identificarse y le da un pase con un tiempo límite. Tiene acceso a una zona delimitada donde se encuentran las autoestimas de su vida. No la suya exclusivamente, porque ese es el objetivo de la búsqueda, sino todas aquellas con las que se ha relacionado. Perfectamente y en pequeñas cajas. En un espacio con la temperatura controlada a lo largo de pasillos ordenados y catalogados. Va viendo, casi como un mirón, los nombres que aparecen. Está la del director que tuvo en el colegio. Es una caja grande. Está la del compañero aquel que le pegaba de pequeño. No es voluminosa pero parece rocosa. Está, esponjosa como un peluche, la de su primera novia. La dubitativa y porosa de una amante ocasional de juventud. Hay una, muy pequeña, de un compañero de trabajo que nunca estaba convencido de haber hecho las cosas bien. En un lado, casi como si acabara de llegar, hay una caja con el nombre de su vecino. –No puede ser- dice extrañado. Esa misma mañana bajó con él en el ascensor y aparentaba estar seguro de sí mismo más aún que un deportista profesional al llegar a la final siendo favorito. Además tiene la vida perfecta. Un buen trabajo, una mujer que además de guapa es jodidamente lista y amable. Tiene un hijo que juega a ser un agente especial. Esa caja no debe de estar ahí pero está. –Del cementerio no sale nada- le dijeron en la puerta. –Lo que llega aquí, aquí se queda- le recalcaron. –Se utilizan en experimentación antes de que el tiempo y el olvido las elimine-.
La de Mikel no está. Ni siquiera entre la de su antiguo jefe, que la perdió en la última crisis económica, y la del vigilante jurado que pasa las noches oyendo la radio en la garita del garaje donde aparca y le saluda por su nombre cuando llega o le sonríe cómplice si es que llega tarde sin preguntar si acaso vuelve del trabajo porque es más divertido creer que vuelve oliendo a los brazos de alguna mujer con el ombligo en vertical. Eso no ha sucedido jamás pero a esas horas lo mejor es no dar detales si no son explícitos.
-No la encuentro- le dice al operario
-Entonces no está aquí.
Al volver al coche se queda en silencio. No se le quita de la cabeza la caja de su vecino, que siempre parece tan convencido de todo y, en verdad, no lo está. Unas cajas eran grandes y otras pequeñas. La composición no es estable. Las esponjas crecen y reducen su tamaño según la cantidad de agua que las compone.
Al empezar a conducir suena una de esas canciones, programadas, que le gustan. Le gusta. Le hace sentir bien. Esa sensación de saber la letra y que el bajo lleve el ritmo de los pulsos. En el borde de la autopista Mikel frena casi de golpe, como si tuviera una revelación inconsciente. En el arcén se lanza al asiento del copiloto y del frenazo han salido los tesoros que siempre esconden los bajos de los vehículos. Ahí, como un terrón de azúcar olvidado, pegado a restos, objetivo final en medio de dos monedas de un peaje y una cáscara de pipa, está. Pequeña, compacta, granulosa y suya. La autoestima no estaba perdida, que es una forma de rendición, sino olvidada. No era grande porque no es un tipo de magníficas aficiones pero las tiene. Algunas, como esa canción que no es rumbera, vienen a él. Los huecos que quedan están en su sitio como un folio por rellenar, como un formulario o como el lado frío de la cama.
La limpia con cuidado, levanta la camiseta y la pone en su sitio. La sensación no es definitiva pero sí tiene un componente enérgico como unas pilas algo gastadas que aún funcionan en el mando a distancia de la televisión del salón. Abre las ventanillas. Pone esa canción y, sentado en el capó del coche mientras mira hacia el destino que lleva la autopista, lleva el ritmo con los pies fumando el cigarro que lleva para las ocasiones especiales en la guantera.
No estaba perdida, estaba olvidada.
Se pregunta lo que puede haber detrás de la última curva que ve al fondo.
Le da lo mismo que aquello sea una autopista o una circunvalación.

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