20 de diciembre de 2014

Lo que aprendí y desaprendí (22/9/09 - 20/12/09)

-Ven- dijo mi hermana al otro lado del teléfono un martes. Al llegar me dijo, en el pasillo, que en un momento dado, vidriosos los ojos, había confesado no poder más, no soportar notar cómo se estaba rompiendo y deshaciendo. -Dos o tres días- me dijo. Fueron cinco.

Anteriormente a eso mi teléfono sonó, una vez, sobre las cinco de la tarde -¿Qué haces aquí?- me decía -Deberías de estar trabajando-. -Estoy trabajando, papá. No he ido a verte- respondí. Quizá seguido hubo una pausa o un momento de debilidad. -Joder- dijo desde las entrañas en medio de un soplido -La morfina me puede. Será eso. ¿Van las cosas bien?- preguntó.-Van, ya sabes- dije sin más, como cuando se cambia de tema sin poder dejar de pensar en lo que acaba de suceder. -El sábado estoy ahí- . -Bien. Ten cuidado con el capital circulante- Porque era un contable hecho a base de experiencia. En realidad lo cierto es que había confesado que, en medio de la medicación, soñaba conmigo y la morfina que colgaba del gotero lo que hacia era convertir las ensoñaciones en momentos casi reales.

Unos días antes me había llamado, con un hilo de voz. -¿Sabes que me vuelven a ingresar, verdad?- . -Si, lo sé- . -Es por si se te olvidaba que he vuelto al hospital y te vienes directo a casa. Que sepas que -e hizo un silencio- bueno, tu hermana te dirá la habitación-.

La última vez que había estado yo en casa, después de haber medido el pasillo para entrara la silla y colocando algunas barras en el baño, se había despedido de mi sin levantarse y casi sin decir nada. Se señaló con dos dedos a los ojos y después me enfocó con ellos, como si me vigilara. Las otras veces, las semanas anteriores, había cogido aire, apretado los dientes y con andador o si él, había llegado a mi, estático en el salón o la habitación, sabiendo que era una cuestión de honor y de orgullo, de ser digno y mantener el control que había tenido siempre con la máxima del bien familiar y algún que otro valor moral supuestamente inalterable.

Previamente a todo eso habíamos pasado un tiempo en el hospital, casi como quien necesita un certificado que ya conoce. Habíamos recorrido los pasillos con la silla, con el andador o con pasos muy lentos. Los habíamos recorrido en bata las últimas y las primeras con corbata, porque la elegancia solo hay que perderla en contadas ocasiones y él era de los que bajaba a comprar el periódico con traje.

Un poco antes, justamente la segunda semana de hospital, que es cuando los pacientes todavía se quejan de la comida, yo le pregunté si acaso teníamos algo que decirnos. -Tu hermana y tú sois lo mejor que he hecho y lo he hecho gracias a tu madre. Sin ella hubiera sido imposible.- En la televisión se veía un partido de baloncesto, casi sin sonido. -¿Tienes miedo?- dije y tomó aire. -Por mi, ninguno. Por tu madre, por si acaso me he dejado algo y no está bien el tiempo que esté, pero creo que todo está en orden-. Esa pausa fue un instante de repaso mental de todas y cada una de las opciones que había considerado. -¿Cambiarías algo?- . -Si- dijo rotundo. -He estado poco con vosotros. He trabajado, mucho. Me he esforzado y me he sacrificado. Todo eso ha sido algo en lo que he creído y nos ha dado esta habitación y cierta tranquilidad y... está bien. Pero ahora no están aquí ninguno de mis logros laborales o los compañeros de trabajo. Está tu madre. También estáis vosotros. Está la familia. Creo que debía de haber pasado mas tiempo con vosotros porque, en realidad, es lo que soy. Lo que somos- . -No cometas el mismo error que yo-

Aproximadamente veinte días antes de aquel momento, antes de esa tarde de sábado con la persiana a la mitad y el baloncesto en la televisión, recibí una llamada al trabajo. Era un 22 de septiembre. Serian las seis de la tarde. Al otro lado, derrotada, mi hermana me confesaba que los problemas de espalda eran , en realidad, una metástasis de un cáncer definitivo sin ninguna posibilidad de paso atrás. -Tres meses- dijo. También me consultó la manera en la que se lo íbamos a decir. -No lo sé- dije entre calmado y bloqueado -Luego te llamo- Me senté en un bordillo. No sé cuánto tiempo, quizá esperando despertarme. Unas horas después volvió a sonar el teléfono. -Hola, hijo- . -Hola, papa- . -¿Has hablado con tu hermana?- y yo hice una pausa. Fue una pausa larga pero no dije nada. -¿Me muero, verdad?-. -Si- le respondí.

A finales de agosto habíamos estado paseando cerca de la playa y me daba consejos, de esos que no se tienen muy en cuenta, sobre cómo cuadrar un balance. Yo no fui de vacaciones con la familia y me arrepentí siempre.

-Tranquilo, no pasa nada, estas cosas suceden y ya está. Preocúpate, eso sí, por tu madre y no dejes tus obligaciones. Te diré como lo hacemos.
-Vale.

Después de esa conversación estuve perdido seis meses. Tres de hospitales y recuerdos, de intensidades y conversaciones, de cunetas en la carretera llorando. Otros tres ido, sin ningún rumbo. Yo fui a trabajar, como un autómata, con el traje del entierro después de 450km de carretera y nieve. Creo que perdí todo lo que tenía dentro del alma para no enfrentarme al dolor de aquel vacío y ese desagüe se llevó demasiadas cosas valiosas por el sumidero. No tuve valor para compartir ese desamparo. Soy absolutamente incapaz de recordar los tres meses después del 20 de diciembre del 2009 de la misma forma que la claridad cristalina de algunos instantes grabados a fuego han ocultado todo lo demás entre la llamada de mi hermana y la nevada que cayó sobre Madrid a las seis de la mañana del dia 20. Como un miembro amputado aún me duele muchas veces y busco, en definitiva, todo lo que aprendí y desaprendí en aquel tiempo.

No fue poco pero no fue suficiente porque, si me fijo en la historia, después de años y enseñanzas para intentar enseñarme a ser digno y orgulloso, valiente y honrado, masculino y esforzado o simplemente fuerte lo que estaba era empezando a aprender cómo también nos debíamos llorar juntos.

Han pasado cinco años y no lo he aprendido todavía.
Sigo llorando solo.

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