Catalanes en San Fermin

Hay una gran diferencia entre los abertzales recalcitrantes que fueron holandeses hace unas semanas y los catalanes radikales que asomaban por algunas calles de la catalunya profunda con bates de beisbol para golpear a quienes fueran vestidos de rojo de la misma manera que un portero de discoteca abducido por los esteroides discrimina a quienes llevan deportivas. Los euskaldunes tienen en su memoria histórica a Chiquito de Amorebieta, también llamado Jon Idígoras, que fue en su historia política un referente en la lucha contra el opresor gobierno españolista que ahora disfraza a Esperanza Aguirre de torera defensora de las identidades patrias marcando el paquete que seguramente tiene porque tanta mala leche sólo se puede acumular en un buen par de testículos.

Hay elementos que determinados nacionalismos, bien se llame español, catalan o turolense no son capaces de admitir. Como si fueran pequeños talibanes culturales intentan hacer suyos algunos gestos, argot, capotes, barretinas o trikitrixas que los enfrentan a los del equipo contrario como si fueran lanzamientos de falta cultural que intentan meterse por la escuadra mientras el árbitro comprado por el equipo más potente, disfrazado de tribunal constitucional, aprieta el silbato para decir que aquel gol fue en fuera de juego.

Y los fanáticos gritan insultos hacia los aficionados del equipo contrario y lanzan objetos al árbitro.

Los catalanes subyugados por la búsqueda irracional de su propia identidad excluyente, que siempre han sido muy listos, han decidido esconderse bajo la manta perfectamente lícita del maltrato animal para quitar un jugador al equipo contrario sin importarles que algunos irán, en vez de a Francia a ver El Ultimo Tango en Paris, a Zaragoza a ver a Morante de La Puebla. Lo que sucede es que cuando era pequeño a nuestro querido Jon le salieron bien algunos capotes y a Carod le pilló el toro mientras estaba despistado con una corona de espinas sobre la cabeza.

En cierta ocasión, cuando una buena mujer me dejó por un muchachote que trabajaba de reponedor del Pryca me prometí a mi mismo no comprar nunca en aquel centro comercial. Para mí, de una manera irracional y salvaje, comprar un kilo de naranjas era subvencionar los profilacticos con los que jodían salvajemente aquella pareja que duró tan poco.

Si él hubiera sido torero, estaría a favor de prohibir los toros.

Yo mantenía, como si fuera una justificación ecologista, que dejar dinero en un comercio francés maltrataba nuestra incipiente economia estatal, que es el reflejo del argumento lícito del maltrato animal asociado a mi caso personal.

En realidad el parlament vota sobre el despecho que puede llegar a sentir sobre lo que le gusta a la novia de su infancia. Y es una votación que se soluciona con la media verónica del razonamiento.

Claro está que nadie dijo que los instintos básicos que se despiertan cuando te enfadas con una antigua novia no se sientan como banderillas.

No hablamos de respeto animal, hablamos de otras muchas cosas.

Y a algunos, que comen rabo de toro y han corrido delante de toros embolados, parece que les interesa jugar a este tipo de juegos estupidos sobre los que algunos nos regodeamos mientras admitimos que nunca fuimos a ver toros porque, sinceramente, nos importa un bledo.

Pero nos molestan sobremanera las demostraciones a puerta gayola de los talibanes políticos de nuestro pais de paises. San Fermin está lleno de catalanes pero no hay ningún amante de los animales corriendo delante de los astados, bragados y astifinos.

Pd: este blog sigue de vacaciones.