Los políticos actuales han visto pocas veces el primer minuto y medio de Trainspotting.
Sin embargo nos animan complusivamente a seguir viviendo.
El gobierno escocés ha lanzado una campaña para prevenir el suicidio que es, según las malditas estadísticas, la primera causa de muerte entre la juventud. Aquí estamos demasiado tiempo borrachos para pensar en la manera correcta de realizar ese valeroso (o cobarde, según las versiones) acto de libertad final.
Aunque aparezcan noticias sobre un jubilado que en vez de vigilar obras del MOPU australiano ha sido recompensado con una medalla por evitar 400 suicidios durante sus paseos junto al acantilado de la Brecha, en Sydney, lo cierto es que en ese pozo de alegría y bienestar familiar de valores morales impolutos que es Disneyland Paris ya se han producido 3 suicidios entre los trabajadores del parque. No sé de que manera podrá superar un obeso niño francés ver a Piolín bailando colgando de una cuerda con el cuello partido dentro de su jaula tras haber encontrado que no es capaz con su mínima nómina de pajarillo animado dar de comer a sus plumosos o plumados vástagos.
En México, cada luminoso día centroamericano, 1000 jóvenes intentan quitarse la vida y los médicos, acusando como si fuera un diagnóstico del doctor House (después de deshechar el lupus) al estrés de la presión laboral, tienen tasas de suicidio cercanas a las de sus psicóticos pacientes.
En realidad si es algo que sucede en Francia, Australia, Mexico o en California (donde se ha suicidado la antigua representante de Madonna) (que ahora vende más música que los mismísimos Beatles) parece apropiado considerar que todo esto es un fenómeno global por encima de la suicida France Telecóm.
Todos aquellos que defienden que nuestra sabia naturaleza se las ingenia para originar fenómenos que sean capaces de regular la superpoblacion del planeta pueden llegar a la conclusión que ésta incómoda raza humana ha aprendido a controlar las enfermedades de siglos pasados. La peste o las hambrunas no resultan una merma en la población del planeta. Las guerras, que fue la gran lacra del siglo pasado, se han convertido en conflictos armados donde mueren unos pocos árabes, un par de occidentales y más de un periodista por culpa del fuego amigo. El Sida se ha quedado en una amenaza que parece sólo atacar a los rápidos de picha y pobres de corazón así que habrá que buscar una nueva amenaza y esa amenaza vamos a ser nosotros mismos con nuestros útiles suicidas.
Los gobiernos y algunos de sus edulcorados y bien remunerados ministros dicen estar preocupados por las tasas, las estadísticas e incluso por todos esos que defienden el derecho que tenemos todos a morir cuando nos venga en gana si es que así lo decidimos. Podemos defendernos alegando que el gasto médico de un depresivo es mucho mayor que el de un fumador. Podemos decir que la vida es lo único que nos pertenece cuando hemos descubierto que los engranajes del sistema se han llevado el resto o que simplemente no nos gustan las reglas del juego al que quieren que juguemos. No necesitamos ser precisamente enfermos terminales para alegar el derecho a morirnos porque si ahora los gobiernos nos quitan la capacidad de hacer con nuestra vida lo que nos apetezca, ¿qué nos queda?. Si soy un rudo escocés y me apetece coger mis faldas de cuadros, hacerlas un "gurruño" alrededor de mi cuello y que mis genitales cuelguen inertes a 4 palmos de las botas de monte (con calcetines blancos) que me calcé la mañana anterior para recorrer con mi depresión la campiña escocesa y beber whisky bajo un robusto arbol británico, déjame en paz.
El suicidio es un derecho y además no lleva iva.
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