Estábamos invitados en una fiesta privada. Lo más divertido de aquello es que sacaban los chupitos en unos vasos de barquillo y después de beberlos te los comías. Es ecológico y, además, te deja la sensación de que la bebida va con una tapa. San Sebastián en septiembre son las afueras cool de cualquier urbe cosmopolita con mar, aunque sea un pueblo con ínfulas. El clima te permite llevar chaqueta sin sudar y solamente dejar la vista caer sobre la bahía proporciona suficiente calma.
Si algo tienen las fiestas privadas de los festivales es que haber llegado hasta ahí, sin ser nada importante, proporciona la sensación errónea de exclusividad que tan bien alimenta el ego. Cuando salieron los aperitivos, un famoso cantante embutido en unos pantalones de cuero brillante que en cualquier otra situación serían látex, me proporcionó un codazo para robarme la última croqueta de una bandeja. Tampoco le guardo rencor aunque fueran de boletus.
En aquellos años, con la resaca que generaron en los medios la obra de arte que supuso Terminator2 por su utilización de los ordenadores, los efectos digitales eran la nueva ventana que se abría para sorpresa de los espectadores. Aparecían en anuncios y en el telediario, jugando con las transiciones y con giros de cámara imposibles hasta entonces. El señor Tsang, que en realidad era de Tres Cantos, me estuvo contando la manera adecuada de jugar con la realidad. -Podemos hacer lo que queramos- contaba -Podemos dibujar una silla y hacer que vuele, movernos por las patas y dar la sensación de estar cómodamente sentados en ella, antes de girar la toma y sorprendernos con que es un dragón, y montarlo por encima de Nueva York echando fuego al Empire State.- Entonces dió con la clave -Lo que es un error es que sea demasiado real porque si hacemos algo real nos quedaremos sin trabajo y grabarán una silla. Así que el truco es que siempre sea algo mágico o imposible. Cuando un artista es tan bueno que hace un cuadro hiperrealista, le cambian por la foto, que la puede hacer el sobrino del productor- . Obviamente uno puede ser un gran artista pero tiene que comer. A veces es mucho más fácil y rentable ser el único que hace algo que esforzarse por ser el mejor en algo que hacen muchos.
Mirándolo con perspectiva aquella fue una afirmación válida y bien formada pero incorrecta. El señor Tsang estaba trabajando con Chillida en una escultura virtual. Es decir, algo que no existiera pero que se pudiera observar y valorar desde cualquier perspectiva. Me había presentado, unas horas antes, a ese hombre de pelo blanco, apariencia de estar deshubicado, alto y vestido como un tipo de Hondarribia que ha salido a por el pan y ha terminado de txikitos. Me contaba lo apasionante que le parecía crear algo que pudiera parecer real sin existir. Supongo que aquello nunca fructificó porque el artista tuvo la mala suerte de morirse. Sin embargo todo ello ha derivado en un mundo demasiado poblado de realidades inexistentes. Las imágenes 3d de los coches, los teléfonos e incluso de las sillas existen mucho antes de lo que hacen sus parientes de verdad. Los asistentes virtuales, los bots, las inteligencias artificiales que se entremezclan en nuestra cabeza con las cosas y seres reales, hacen muy fina la línea entre lo que existe, lo que creemos que existe y lo que desaparece cuando se va la luz.
El éxito no estaba en hacer algo mágico sino usar la magia como ha sido siempre: para engañar ilusionando al espectador con algo que quiere creer que existe.
Un rato después Javier, relaciones públicas, me preguntó si quería acompañarle. Salimos de la fiesta y montamos en su deportivo blanco. Conducir por la carretera de va de Ondarreta al centro, a determinadas horas, es sencillamente delicioso. -¿Donde vamos?- le dije. -Tenemos que hacer un par de recados-. Paró en un portal del centro. Después recogimos a dos chicas sencillamente espectaculares que se terminaban de maquillar en los asientos de atrás. Al volver a la fiesta y entrando sin hacer cola, que es como lo hacemos las estrellas, yo volví por otro de esos chupitos. Un momento después, sin las chicas, salimos a la terraza a fumar. -¿Quienes eran?- pregunté porque si sale alguien a buscar a alguien es porque son Vip. -Putas-. Javier me explicó, con aplastante lógica, que su trabajo es hacer que los clientes estén contentos, que nunca ha ido de putas, pero sabe donde están las mejores. Y que la coca que habíamos ido a recoger era la mejor de la costa cantábrica, aunque aborrece las drogas. -Es mi trabajo- y tenía razón. Su labor era convertir en real los deseos de sus clientes y hacer magia. Si su cliente quiere engañarse con su éxito sexual o una sensación de ebullición física, se lo da. También - pensé- es un tipo de mago.
El principal truco de magia sucede cuando el espectador desea ser engañado y, como yonkis de lo que queremos creer, pasamos el tiempo esperando que venga el artista o el relaciones públicas para jurarnos que lo que está pasando, es verdad.
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