Reconozco que no me pondría, ni borracho perdido, delante de un mamut, con un trozo de rama de árbol afilada, para llevarme comida a casa. Probablemente porque existen escopetas.
Tampoco, creo, me iría con un cuenco, y descalzo, para llenarlo de agua en un río lejano. Probablemente porque existen acueductos y, más modernamente, conducciones de agua potable que llegan hasta mi casa.
Sin embargo, probablemente por esa perspectiva que da una incierta edad, soy consciente que para que yo coma o beba agua han sido necesarios miles de años de avances y seres inconscientes que o bien han cazado mamuts o se iban al río. Y también, claro está, mentes maravillosas que han inventado las escopetas, las conducciones de agua, los generadores eléctricos, la calefacción y hasta el aire acondicionado. Y las neveras. Y el microondas. Y la wifi. Y la rueda. Joder, y el velcro.
Hace unos años hicieron una encuesta que afirmaba que la gente joven valora más la wifi que la comida. Incluso prefieren estar conectados a internet que salir a la calle. Una de las características más relevantes de la modernidad resulta ser esa tendencia infame a considerar que hay determinados elementos que han de ser otorgados por el mero hecho de existir: una casa, un coche, un móvil, internet, un salario o una comida saludable. No por merecerlo o por realizar algo (estudiar, hacer la cama o no sodomizar a sus padres) que tenga como recompensa esas necesidades básicas. Solamente por ser.
El problema reside en que cuando alguien no se ha esforzado por nada es bastante complicado que ponga en riesgo su móvil cuando tenga que enfrentarse a un mamut.
Es obvio que en el mundo en el que vivimos los sacrificios y las recompensas han cambiado drásticamente. Probablemente el nehandertal que llevamos dentro no sea capaz de comprender que alguien dedique su vida a contar la probabilidad estadística de que suceda una plaga de cucarachas en un submarino, pero eso, existe. Existen millones de seres que dedican sus esfuerzos y alimentan sus ansiedades con trabajos que, bien pensados, son zurullos mentales.
En medio de ese cambio también está esa tendencia que algunos tienen, por edad y efervescencia hormonal, de enfrentarse con lo establecido y sentirse malotes. La modernidad, y con ello me voy hasta los años 50, generó un estado social de revolución continua en el que las normas estaban para romperlas y cuestionarlas. El puto rock&roll y la movilización contra Vietnam. Incluso, fuera de ese contexto histórico, la toma de La Bastilla. Las drogas para agitarse o evadirse. El punk. Los discos de Tool y los dos primeros de Pearl Jam. Jimmy Hendrix tocando el himno americano. Yo mismo conduciendo borracho dos días después de manifestarme contra los asesinatos de la Euskadi de los 80. Existía, sin dudarlo, una posibilidad de poder cambiar y mejorar algo para todos. Si algo quedaba latente en la música de 1971 era la conciencia propia de valer para algo, de poder generar un cambio. La rebeldía tenía implícita una intención superior y cierta capacidad de afectar a cambios porque hasta entonces se habían dado cambios.
Pero algo se diluyó con el siglo.
Primero nos sorprendimos con aquellos que querían ser futbolistas. Mi madre no comprendía que los hijos de algunos de sus amigos no querían ser médicos o ingenieros, sino dar patadas a balones. Ahora aceptamos como normal que un niñato jure que quiere ser youtuber y lo achacamos a la edad.
Después vivimos aquejados de la enfermedad de la comparación sin reflexionar sobre nuestros males.
Recientemente , fruto de una cultura victimista hasta límites fuera de lo común, la alta concepción personal como protagonistas de los anuncios de la tele o simplemente el sujeto de un coach que te convence que lo puedes todo solamente con desearlo ferozmente. Eso ha llevado a sentarse en el bordillo de la vida y aprender a usar frases grandilocuentes que te pueden dar una vicepresidencia pero no la capacidad real de hacer cosas porque, cuando llega el momento de hacerlas, ya se te han pasado las ganas.
Y es entonces, justo en ese momento en el que te sientas a hacer balance sobre los motivos por los que no eres ni la sombra de lo que estabas convencido que ibas a ser o no lograste ni una décima parte de lo que jurabas que ibas a conseguir, buscas un motivo por el que sin ser negro , ni marica, ni mujer, ni de una etnica minoritaria, te convertiste en una victima. Esa es la excusa.
Y miras atrás pensando que fuiste un tipo malo. No con un arma. No con dias en el calabozo. No con una manifestación. No con un sonido que enerve a tu generación. No con un invento revolucionario o un cambio en los poderes desde dentro de los poderes. No. Le cambias el nombre, lo pones en redes, se lo vendes a Netflix, lo comercializas en Amazon, dar charlas en medios de comunicación privadísimos, metes el dinero en un banco, compras un coche eléctrico de una multinacional y les cuentas a tus hijos que tú no eras un tipo malo, tu eras un gilipollas vendido Badboy: de esos que creen que son los más malos y son ridículos.
Porque mis padres fueron más duros que yo, mis abuelos más que mis padres e incluso antes comían alambre de espino y meaban napalm.
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