24 de julio de 2020

Las princesitas

Rana salió la princesita. Falda , tacón y unas braguitas de quita y pon.

Ya lo decía Sabina con la eterna sensación de feos que pierden en el poker de la seducción. Nada nuevo porque a todos nos han dicho y nos dirán que no a lo largo de los tiempos. Lo que sí tuvo, en la digestión que tienen los fracasos, es una canción como recuerdo creada, seguramente, en el periodo de digestión que debe tener cada proceso.

La digestión es esa cosa anacrónica que nuestra madre decía que debíamos mantener antes de volver al agua después de comer porque, según la leyenda, uno se quedó frito con la combinación malvada de tres platos de paella y agua del cantábrico. Quizá también para recordar obligatoriamente que nos habían dado opíparamente de comer. Ya no se da las gracias excepto si es un restaurante y paga, una vez más, el otro.

No se da las gracias porque comer, en el ideal de algunos que viven más cerca de Fuenlabrada que de Mogadiscio, es un derecho. Como lo es tener wifi, una cuenta de Instagram y una compensacióin inmediata que les lleve a una felicidad y bienestar personal que tampoco saben definir. Ser feliz sin saber lo que les hace felices. Un oximorón místico grabado a fuego en la cultura de lo inmediato, en la cultura en la que existe la idea supuestamente positiva de la libre elección.

Nunca ha existido una sociedad más libre que la de ahora y, sin embargo, nunca se han sentido más insatisfechos los humanos.

Barry Schwartz habla de la paradoja de elegir. Como si fuera un silogismo y teniendo en cuenta que la libertad es algo bueno y que elegir es un acto de libertad, cuando más posibilidades existan las personas serán más libres. Sin embargo la posibilidad de elección casi infinita genera parálisis porque todas las opciones son válidas igualmente y, por otra parte, genera frustración  porque la elección no tomada siempre parece tan verde como el césped del vecino al mirar atrás. (otros psicólogos afirman exactamente lo mismo)

Así que estamos en un  momento lleno de estímulos, de elecciones múltiples y de la exigencia de respuestas inmediatas que, sean las que sean, nos llevan a frustrarnos sin haber sido entrenados para ello.

Como nadie nos enseño a pensar o a asumir nuestras decisiones como definitivas empleamos recursos propios: 1-La culpa siempre es de la otra parte 2-Vuelvo a elegir aquello que deseché. 3-Sitúo un filtro más alto. 4-No me fío de los demás. 5-Todas las anteriores. Ahí es cuando aparecen las princesitas.

Las princesitas que exigen que se les satisfaga de forma inmediata y de una manera que debes saber por anticipado. Que se haga solo cuando les apetece y que cumplas todos y cada uno de los parámetros que no te dieron. Has de medir más de 1.80, saber hablar de Proust pero también las letras de las canciones de Fito, sobrellevar un punto intermedio entre la corrección política y la demostración de criterio propio, sorprender lo justo y estar en el límite de lo erótico sin pasar a lo pornográfico. Y si no es así, que nunca lo es, se han apropiado del derecho de dejarte de hablar sin despedirse, ser desagradables, pasar página porque no están en esta vida para perder el tiempo y además les debes dar las gracias por haber tenido el privilegio de ocupar veinte segundos de su preciosa atención.

Las princesitas no son exclusivamente mujeres, por si alguien ( imbécil) ve un imbécil discurso sexista. Yo mismo he sido una princesita alguna temporada de desconcierto.

Las princesitas creen que viven en una galaxia donde los planetas giran alrededor de su estrella. Todo, en una forma de vivir "mimi" (mi bienestar, mi felicidad) y con parámetros de elección que han encontrado en tutoriales de youtube de otros y no en aquello que, con el tiempo que dan las digestiones, les haya enseñado que les da sensación de paz, que es lo más cerca de la felicidad que se puede estar.

Si se puede tener todo eligiendo entre más opciones que perfiles de tinder y se descubre que aún así no llega el amor infinito perfecto, la libertad de elección es una trampa en si misma.

Unos, los menos y menos ruidosos, lo aceptan y otros se convierten en princesitas ofendiditas porque la vida nos les dio lo que no saben aún que quieren.

Como una enfermedad moderna algo que empezó focalizado en la juventud se está contagiando hasta la tercera edad. A dentelladas.

Tengo el derecho a ser feliz pero no sé lo que me hace feliz y, mientras tanto, desprecio a mis súbditos desde la atalaya donde me aliso el pelo. -Tú no, que eres feo como los toreros. Tú no, que vas con una camisa de manga corta de capitalista. Tú no, que no me traes bombones de licor. No entiendo por qué no encuentro a nadie- dice en voz baja con el aire de un suspiro.

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