Gervasio es un jubilado estándar. Tiene un nombre que hace adivinar su edad, un pelo, breve y blanquecino, que ratifica esa idea. Tiene un antiguo coche deportivo sin ayudas a la conducción. Pequeño, fiable, rápido si le enfadas. Gervasio ha estado toda la vida intentando hacer las cosas como se debe, pensando en el sacrificio y en la recompensa que ha de venir después. Y, si es que viene, lo hace en pequeñas dosis. Lo hace con una pensión y una hipoteca pagada. Lo hace con los azucarillos que da el tiempo pero que se diluyen en las soledades que se han ido generando con los años. No tiene familia porque siempre estuvo demasiado ocupado para dedicar el tiempo que merecen las cosas importantes. Casi como si hubiera estado procrastinando toda la vida y fuera mucho más fácil lavar el coche que preocuparse de afianzar aquella relación que no era lo suficientemente perfecta como para saber que era una apuesta segura, una inversión sin riesgo. En cuestiones de relaciones personales siempre hay un riesgo y, según pasan los años, más.
Es un hombre que anda erguido. Tiene, si se mira bien, hasta una pose atlética. Come sano, lee las editoriales de los periódicos y sigue siendo curioso a sus más que entrados sesenta. No es viejo sino que vive en una madurez que le acompaña desde los treinta y cinco. Hace lo que debe, duerme a sus horas, nunca está demasiado borracho o es arrastrado por las sinusoides de la vida. Sabe que por fuera podría parecer aburrido y, sin embargo, hay un niño travieso que le borbotea desde dentro y al que le ha puesto freno a base de disciplina.
Gervasio, Gervi para los que intentan hacer que son sus amigos, lleva seis meses sin saber qué va a hacer cada mañana. Es una situación casi paradigmática si tenemos en cuenta que disponía de una absoluta rutina. Se levantaba sin despertador, todos los días a la misma hora. Café, seis galletas. Con cinco tenía hambre, con siete no comía a su hora. Oía la radio camino del trabajo. Crítico e informado Gervi ha sido toda la vida el incómodo contertulio que dispone de criterio propio completamente razonado. Eso no quiere decir que sea acertado pero sí que se basa en un cúmulo de datos contrastables.
Cuando se jubiló la ciudad se convirtió en un enemigo. La prisa mal entendida y esa sensación de tener que estar en todas partes sin llegar a ninguna, como si la vida fuera la necesidad de corretear en círculos. Se puso como objetivo recuperar un espacio perdido en medio de ninguna parte. Reformar, adecentar, pintar y entrar en la obligación infinita de la puesta a punto de aquella casa, hecha a base de gruesas piedras y chimenea central, que alguna vez fue solamente el espacio vital de unos veranos en pantalón corto y heridas en las rodillas. Los más viejos del lugar todavía le señalan la esquina en la que se cayó de la bicicleta arrastrando la cara por la gravilla y dejando en su cara la expresión que le marca desde toda una vida. Indiana Jones tiene una cicatriz den la barbilla y Gervi un poco más a la izquierda.
El pueblo, en algún lugar incierto y plano, no es más que un cúmulo de casas abandonadas alrededor de una iglesia sin interés histórico. Ni siquiera dan misa más allá de un domingo cada mes. El panadero llega en una destartalada furgoneta cada mañana y el ayuntamiento es una casa algo más blanca que, en un intento vacuo de llegar a la modernidad, tiene luces led y wifi sin contraseña. Todo se divide en dos: a la izquierda de la carretera quedan las casas de los que venían a hacer turismo y a la derecha las de los autóctonos. Pocos. Cuando se van muriendo los techos aparecen rotos tras las últimas nevadas y los abogados de los herederos impiden judicialmente que nadie solucione nada sin pagar a alguna lejana contraparte. Lo curioso es que esa carretera hace un giro a lo lejos para enfilar la “avenida” iluminada por el reflejo de un antigüo cartel de Coca Cola allá donde se supone que hubo un bar. Al fondo, cuando las casas terminan y que casi es tan breve que se ve el final desde el principio, hay una curva de salida a noventa grados, que vuelve a llevar al infinito. El destino, si se cruza contigo, te lleva en una vuelta al pueblo y te saca de un bandazo.
Con el tiempo y la necesidad de sentirse útil Gervi no solamente pinta y arregla su casa sino que empieza, como si fuera una obligación no escrita, a poner en orden los entresijos del pueblo. Retira piedras, señaliza derrumbes. Hace los empalmes de los cables setenteros de las farolas antiguas. Pone alguna jardinera. Cada vez que oye un motor lo mira con un extraño desdén. Les ve desde lejos y el efecto doppler del sonido del motor retumba hasta el frenazo de la salida, donde alguna vez hasta derrapan un poco. Hay un olmo en el vértice y ha decidido pintar el tronco de rojo y blanco. Una señalización rural que, después de hecha, tampoco tiene mucho efecto. Un SUV demasiado potente casi se lo lleva por delante mientras la brocha aún estaba mojada de pintura y él manchado de color. Se enfada, claro que se enfada. Sufre una de esas inútiles subidas de tensión arterial parecidas al niño gordo y torpe acosado por sus atléticos compañeros.
Habla con el alcalde porque, a pesar de la lejanía, la democracia llegó hasta aquel recóndito lugar. “No puedo hacer nada”- le dice el alcalde, boina puesta y palillo entre los dientes, justo en el camino que le lleva a visitar a su número limitado de vacas famélicas.
Entonces Gervi recordó a Clint Eastwood. No a Harry el sucio, aunque tuviera ganas de disponer de un Smith&Wesson del modelo 29. Clint tenía un bar en un pueblo y quería ampliarlo. El consistorio no le daba permiso aunque lo pidiera una y otra vez. Así que se presentó a alcalde, se dio permiso y dimitió. Todo legal.
Gervi se presentó a alcalde. Contó, en el hueco que hace de plaza principal, sus ideas de futuro para el pueblo. Puso como aval las jardineras y como objetivo una iluminación que no fuera solamente del poder institucional del alcalde. Al alcalde el palillo se le puso en punta. Plantó encima de la mesa su dedicación exclusiva y no a media partida con el latifundio ganadero de los poderosos. “Gervasio para alcalde”, dijo en una primera persona mayestática delante de los 25 habitantes que murmuraban hacia sus adentros.
El día de las elecciones, con el recuento antes de ir a misa, ya había ganado. Ya era alcalde. Así que se fue a su despacho y buscó. Durante días miró con el detenimiento de los jubilados lo referente a presupuestos hasta encontrar un hueco.
Llegaron las brigadas del ministerio y unas máquinas de asfaltar modernas. Desde antes de entrar al pueblo, pasando por la avenida, cambiaron el asfalto. Lo pusieron liso y arreglaron el drenaje. Pintaron unas nítidas líneas blancas a los lados. Alisaron, bajo las órdenes de Gervasio, la curva de salida junto al olmo. Al lado del olmo, incluso, llegó el presupuesto para un banco de madera y hierro.
Varios días después las mismas brigadas que llegaron, se fueron. Gervi miró con orgullo su carretera nueva. Sin badenes. Sin señales. Y se sentó en el banco tranquilamente. Cuando el primer coche de cuidad encontró el nuevo asfalto hizo lo que se espera: acelerar. Al llegar a la curva de salida no fue capaz de reducir con tiempo y se empotró, de lleno, contra el árbol. Gervi, sentado, asentía. Asustado con el ruido el antiguo alcalde se le acercó. La frenada aún estaba caliente y los cadáveres, dispersados entre la mezcla de hierros y madera.
-¿Qué has hecho?- preguntó.
-Me he sentado a ver como todo se va a la mierda. Solamente les he puesto el camino despejado. Con la carretera que teníamos no se iban a matar y ahora, ya ves- señalando orgulloso- no ha sobrevivido ni uno.
-¿Para eso querías ser alcalde?
-Sí. Me ha salido perfecto. Anda, llama a la ambulancia para que limpien. Mañana tengo que venir un poco antes, que es víspera de puente.
Y es por eso por lo que los jubilados se sientan en los pueblos a ver pasar los coches.
Es un hombre que anda erguido. Tiene, si se mira bien, hasta una pose atlética. Come sano, lee las editoriales de los periódicos y sigue siendo curioso a sus más que entrados sesenta. No es viejo sino que vive en una madurez que le acompaña desde los treinta y cinco. Hace lo que debe, duerme a sus horas, nunca está demasiado borracho o es arrastrado por las sinusoides de la vida. Sabe que por fuera podría parecer aburrido y, sin embargo, hay un niño travieso que le borbotea desde dentro y al que le ha puesto freno a base de disciplina.
Gervasio, Gervi para los que intentan hacer que son sus amigos, lleva seis meses sin saber qué va a hacer cada mañana. Es una situación casi paradigmática si tenemos en cuenta que disponía de una absoluta rutina. Se levantaba sin despertador, todos los días a la misma hora. Café, seis galletas. Con cinco tenía hambre, con siete no comía a su hora. Oía la radio camino del trabajo. Crítico e informado Gervi ha sido toda la vida el incómodo contertulio que dispone de criterio propio completamente razonado. Eso no quiere decir que sea acertado pero sí que se basa en un cúmulo de datos contrastables.
Cuando se jubiló la ciudad se convirtió en un enemigo. La prisa mal entendida y esa sensación de tener que estar en todas partes sin llegar a ninguna, como si la vida fuera la necesidad de corretear en círculos. Se puso como objetivo recuperar un espacio perdido en medio de ninguna parte. Reformar, adecentar, pintar y entrar en la obligación infinita de la puesta a punto de aquella casa, hecha a base de gruesas piedras y chimenea central, que alguna vez fue solamente el espacio vital de unos veranos en pantalón corto y heridas en las rodillas. Los más viejos del lugar todavía le señalan la esquina en la que se cayó de la bicicleta arrastrando la cara por la gravilla y dejando en su cara la expresión que le marca desde toda una vida. Indiana Jones tiene una cicatriz den la barbilla y Gervi un poco más a la izquierda.
El pueblo, en algún lugar incierto y plano, no es más que un cúmulo de casas abandonadas alrededor de una iglesia sin interés histórico. Ni siquiera dan misa más allá de un domingo cada mes. El panadero llega en una destartalada furgoneta cada mañana y el ayuntamiento es una casa algo más blanca que, en un intento vacuo de llegar a la modernidad, tiene luces led y wifi sin contraseña. Todo se divide en dos: a la izquierda de la carretera quedan las casas de los que venían a hacer turismo y a la derecha las de los autóctonos. Pocos. Cuando se van muriendo los techos aparecen rotos tras las últimas nevadas y los abogados de los herederos impiden judicialmente que nadie solucione nada sin pagar a alguna lejana contraparte. Lo curioso es que esa carretera hace un giro a lo lejos para enfilar la “avenida” iluminada por el reflejo de un antigüo cartel de Coca Cola allá donde se supone que hubo un bar. Al fondo, cuando las casas terminan y que casi es tan breve que se ve el final desde el principio, hay una curva de salida a noventa grados, que vuelve a llevar al infinito. El destino, si se cruza contigo, te lleva en una vuelta al pueblo y te saca de un bandazo.
Con el tiempo y la necesidad de sentirse útil Gervi no solamente pinta y arregla su casa sino que empieza, como si fuera una obligación no escrita, a poner en orden los entresijos del pueblo. Retira piedras, señaliza derrumbes. Hace los empalmes de los cables setenteros de las farolas antiguas. Pone alguna jardinera. Cada vez que oye un motor lo mira con un extraño desdén. Les ve desde lejos y el efecto doppler del sonido del motor retumba hasta el frenazo de la salida, donde alguna vez hasta derrapan un poco. Hay un olmo en el vértice y ha decidido pintar el tronco de rojo y blanco. Una señalización rural que, después de hecha, tampoco tiene mucho efecto. Un SUV demasiado potente casi se lo lleva por delante mientras la brocha aún estaba mojada de pintura y él manchado de color. Se enfada, claro que se enfada. Sufre una de esas inútiles subidas de tensión arterial parecidas al niño gordo y torpe acosado por sus atléticos compañeros.
Habla con el alcalde porque, a pesar de la lejanía, la democracia llegó hasta aquel recóndito lugar. “No puedo hacer nada”- le dice el alcalde, boina puesta y palillo entre los dientes, justo en el camino que le lleva a visitar a su número limitado de vacas famélicas.
Entonces Gervi recordó a Clint Eastwood. No a Harry el sucio, aunque tuviera ganas de disponer de un Smith&Wesson del modelo 29. Clint tenía un bar en un pueblo y quería ampliarlo. El consistorio no le daba permiso aunque lo pidiera una y otra vez. Así que se presentó a alcalde, se dio permiso y dimitió. Todo legal.
Gervi se presentó a alcalde. Contó, en el hueco que hace de plaza principal, sus ideas de futuro para el pueblo. Puso como aval las jardineras y como objetivo una iluminación que no fuera solamente del poder institucional del alcalde. Al alcalde el palillo se le puso en punta. Plantó encima de la mesa su dedicación exclusiva y no a media partida con el latifundio ganadero de los poderosos. “Gervasio para alcalde”, dijo en una primera persona mayestática delante de los 25 habitantes que murmuraban hacia sus adentros.
El día de las elecciones, con el recuento antes de ir a misa, ya había ganado. Ya era alcalde. Así que se fue a su despacho y buscó. Durante días miró con el detenimiento de los jubilados lo referente a presupuestos hasta encontrar un hueco.
Llegaron las brigadas del ministerio y unas máquinas de asfaltar modernas. Desde antes de entrar al pueblo, pasando por la avenida, cambiaron el asfalto. Lo pusieron liso y arreglaron el drenaje. Pintaron unas nítidas líneas blancas a los lados. Alisaron, bajo las órdenes de Gervasio, la curva de salida junto al olmo. Al lado del olmo, incluso, llegó el presupuesto para un banco de madera y hierro.
Varios días después las mismas brigadas que llegaron, se fueron. Gervi miró con orgullo su carretera nueva. Sin badenes. Sin señales. Y se sentó en el banco tranquilamente. Cuando el primer coche de cuidad encontró el nuevo asfalto hizo lo que se espera: acelerar. Al llegar a la curva de salida no fue capaz de reducir con tiempo y se empotró, de lleno, contra el árbol. Gervi, sentado, asentía. Asustado con el ruido el antiguo alcalde se le acercó. La frenada aún estaba caliente y los cadáveres, dispersados entre la mezcla de hierros y madera.
-¿Qué has hecho?- preguntó.
-Me he sentado a ver como todo se va a la mierda. Solamente les he puesto el camino despejado. Con la carretera que teníamos no se iban a matar y ahora, ya ves- señalando orgulloso- no ha sobrevivido ni uno.
-¿Para eso querías ser alcalde?
-Sí. Me ha salido perfecto. Anda, llama a la ambulancia para que limpien. Mañana tengo que venir un poco antes, que es víspera de puente.
Y es por eso por lo que los jubilados se sientan en los pueblos a ver pasar los coches.
Ha muerto Luna. No tengo otra manera de contactar contigo.
ResponderEliminarLos hay que se quedan Estantancados en lo que pudo ser y no fue. Hoy he perdido a mi ser más querido. Y me quedo con lo que fue para mí. Mi dolor por su perdida es imposible de describir. Pero voy a quedarme en todo lo que me dió. No dormire nunca más igual pero dormí con el más bello ser vivo. Y eso no me lo quitará nadie. Te amo luna
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