20 de diciembre de 2019

Décimo aniversario de la soledad

Sé que no es sano pero llevo,  justamente hoy, 10 años echándote de menos.



... el veintidós de septiembre, a eso de las cinco de la tarde, petardeó mi teléfono. Mi hermana sonaba entrecortada como si estuviera escondida del mundo en el descansillo de un hospital. “Papá se muere” dijo sin ninguna duda. “Tres meses” siguió. No lo dudé. Me quedé callado sentado frente a la acera. Tampoco es parte de esta historia pero sí la modifica como una bomba nuclear que ha caído a unos metros de casa. Ahora sí era una miseria de las de verdad y en ese momento, casi con el eco de la soledad perdida en medio de la cabeza, no sabía dónde estaba, el idioma en el que hablar o incluso los lugares en los que agarrarme sin caerme. Ya casi me había caído. Busqué una voz en el hermano de mi padre pero antes de recuperarme, antes de poder saber incluso si era un día frío o uno de esos en los que el sol todavía reconforta la piel un poco según llega el otoño, mi padre llamó como todos los días. “¿Qué tal el día?”- preguntó. Yo balbuceé un “bien” o un “normal”, no lo sé. Sabía que no conocía la noticia, que estaba a la espera de resultados, que hacía veintinueve días estuvimos paseando por la playa por primera vez en casi cuarenta años. Algo notó. “¿Has hablado con tu hermana?”. Yo noté esa tensión en las pupilas que se alimenta de los dramatismos tangibles. Hubo un silencio. “Me muero, ¿verdad?”. Me rompí. “Sí”- le dije. “Bueno, no te preocupes. Cierra luego y ve a casa, que dicen que quizá refresca esta noche”.

Así que durante tres meses viajé, contuve las lágrimas todas las veces que una hombría mal entendida me lo permitió. La misma que me impedía demostrar, aceptar, reconocer o comportarme como si me estuviera despedazando. Quise ser un adulto que recibe los golpes para los que estaba entrenado. Fui también un niño que sabe que le va a doler. Fui un hijo, más de una vez. Habría pasado el primer mes y yo estaba en el hospital. Mi padre, incorporado en la cama, había puesto un partido de baloncesto. Yo lo veía desde un pequeño sofá a su lado. Estábamos solos y yo, desconozco de donde, saqué un valor infinito. “Papá”- le dije- “¿te arrepientes de algo?”. “La verdad es que ahora que lo pienso”- dijo sentando parte de cátedra, que es como hacía las cosas- “me arrepiento de no haber pasado más tiempo con vosotros. Está bien que ahora a tu madre no le vaya a faltar nada y que todo esté más o menos en orden”. Mi padre era de esas personas que siempre se adelantaba a los acontecimientos. “Está bien mirar atrás porque, en realidad, todo el esfuerzo quizá ha tenido un resultado”. Esa era una enseñanza a fuego. “Pero si te fijas”- ahí venía lo importante- “ahora no están aquí mis amigos o mis novias o mis compañeros. Quienes estáis sois vosotros y vuestra madre que duerme en ese sofá cada noche. Y eso es lo que queda. La familia. Que no se te olvide. Al final es lo más importante y todo lo demás, aunque está bien, no es tan necesario.”

Y seguimos viendo el partido.

Cada semana era un poco más larga. Cada día un pequeño paso hacia la digestión espesa y eterna que tienen los vacíos. Creo que cada día estaba un poco más lejos de todo. Dicen que no hay una realidad real. La Kabbalah mantiene que hay tantas como visiones tenemos cada uno, acorde con nuestras interpretaciones. Para ese momento ya estábamos en dos mundos diferentes y sólo teníamos retazos del que estaba viviendo el otro. El mío no era real. Me llamó por teléfono mi padre, que ya casi no andaba. Apenas dos semanas atrás le había puesto una barra junto al retrete para que se sujetara y ni siquiera sé si se llegó a sujetar alguna vez. Había pasado un pequeño tiempo en casa, sentado en su sitio delante de la tele y con una bata azul que escondía la forma en la que perdía toda la energía. “No me llames a casa mañana porque vuelvo al hospital”- me dijo. También me preguntó por el trabajo. Fui obediente y no le llamé a casa. Creo que me reconoció un par de veces aquella última semana en la misma planta en la que había estado antes y se fue sin hacer ruido, esperando a que todos estuviéramos dormidos, a las seis de la mañana de un frío y nevado veinte de diciembre. Es curioso que los recuerdos son asombrosamente claros pero soy incapaz de recordar cualquier otra cosa de esos meses y de los tres siguientes.


Saqué su ropa, ese mismo día, del armario. Recogí casi todo lo que pude pero incluso hoy existen unas instrucciones de cómo usar el dvd en una caja que habita la mesa del salón. Al revisar el ordenador me encontré unas instrucciones precisas de qué hacer en ese momento, a quien llamar, cuáles son los seguros que hay que reclamar.  Mi padre siempre se adelantaba a los acontecimientos.

Después de una breve ceremonia a primera hora de la mañana y sin nadie más que hubiera llegado a tiempo que los mínimos en número, con un palmo de nieve en las afuera de Madrid y el hielo colgando de los pequeños árboles en un fenómeno que se llama “lluvia engelante”, hice lo que se esperaba de mí. Me hice quinientos kilómetros para ir a trabajar. Nadie me vio, con mi traje oscuro y en alguna cuneta camino de la nacional I, romperme del todo.


Es imposible vivir sin un Dios, un padre, un jefe o ella misma. Alguien que se adora, se respeta, se teme a veces, premia, castiga y ayuda. Alguien con quien crecer y aprender. Mi padre no volverá, de eso estoy seguro. Cuando mi padre se sentaba en la mesa redonda que había junto a la cocina y nos decía qué es lo que se iba a hacer, como una imposición obligada. Tenía en cuenta lo que quería mi madre, lo que le gustaba a mi hermana y aquellas cosas que suponía que a mí mismo me hacían feliz. El último en ser determinante para la conclusión era él mismo y sin embargo daba la orden porque era un superhéroe del que al final descubrimos que simplemente era un humano con traje.

1 comentario:

  1. No me puedo poner en tu lugar
    de manera literal, aunque entiendo
    que de agradable no tiene nada , y
    encima ahora que se acercan estas fechas .

    Animo .

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