7 de diciembre de 2018

Sombrero y magdalenas

(Literatura)

Una de las cosas que recuerdo de la primera vez que tuve constancia de su existencia era que llevaba sombrero. No un sombrero determinado sino algo en la cabeza que le daba un toque entre glamour y moderno, entre calor y una sonrisa detrás de una cerveza de la que nunca había oído el nombre. Sin embargo, aunque nunca tenía nada en la nevera que se pudieran aproximar a los básicos que me enseñó mi madre que nunca deben faltar, siempre tenía magdalenas. No muffins ni cupcakes. Magdalenas. Por las mañanas era de verdad aunque se sumergiera en un halo de intelectualidad desde medio día.

Tengo nítido en el cerebro la imagen de la Gran Via con coches que van y vienen, ese tic tac de los intermitentes esperando como un reloj de cuerda y una figura delgada acerándose sin saber exactamente lo que habría dentro del vehículo, que era yo. También veo con claridad cristalina un cuerpecillo casi frágil, en calcetines, abriendo la puerta al final de su pasillo con entrecortada e intranquila voz interrumpida por un amago de carcajada nerviosa como si estuviera a punto de abrir, en un día de reyes, un regalo que no sabe si le gustará. La recuerdo viéndome cocinar sin saber qué hacer pero con una certeza absoluta de haber elegido el vino correcto. Las copas estaban perfectas y los cuchillos sin afilar lo suficiente. Dentro de cada casa aparecen los pequeños superhéroes que tenemos en zapatillas: los que cocinan, los que recogen, los que saben dar con la música apropiada. A veces hay un especialista en elegir la película, en dar con la almohada adecuada o quien encuentra el nivel de luminosidad perfecta para cada época del año. Un superpoder puede ser, perfectamente, encontrar ese punto reconfortante entre el ártico y el infierno que tiene el agua caliente. Ahí no nos llevábamos mal porque yo leo el periódico al revés y ella empieza por el suplemento. Nunca llegué a saber cómo sería un día laborable pegándonos por la última magdalena.

Teníamos muchas cosas en común. Veníamos golpeados en el orgullo de la ilusión esa que te arrastra diez minutos después de creer que el mundo se ha hecho para que lo que venga después de la formación sea tu momento, media hora después de levantarse del primer golpe, quince días más tarde de sentir que en un grupo duelen más las traiciones, diez años montados en una montaña rusa que ya ha dejado de ser emocionante pero de la que es imposible bajar. Teníamos vicios que creo que aún no nos hemos quitado y que nos obligan a llevar gafas delante del último presupuesto. Tenía alas, pero pegadas al cuerpo. Le daba las buenas noches cada día y me gustaban, más que el sombrero, sus medias. Nunca se lo dije y sin embargo me enviaba fotos vouyer a media mañana que quizá no supe identificar. Me producían más que calor, sensación de ser un equipo. En un absurdo mundo de soldados en guerra parece un error mostrar alguna debilidad y ahí estábamos, pertrechados con nuestras bayonetas en medio de una guerra del siglo XXI.

Supongo que como Lou Reed luchábamos en los flancos salvajes de la vida pero flancos diferentes.

Nunca me llevó, no sé si por resistencia personal, a ninguno de sus lugares favoritos y yo la llevé, con un par de sándwich fríos, al galeón pirata que es parte de mis escondites. Empecé a tener la sensación de no tener nada detrás de la puerta que ella se había empeñado en abrir. Supongo que hay una sensación extraña al dejar entrar a alguien a revolver dentro de casa. Implica la posibilidad de que encuentre esa mierda escondida de la que no se ha podido escapar porque se quedó en algún recóndito lugar en el que nunca pasó el aspirador. Creo que eso es lo que pasó por mi cabeza, porque es ahora la parte activa de mis taras la que se pone en alerta. La que busca, incesante, todos los motivos que van diciendo una y otra vez que no. Es la que busca enemigos entre sus conocidos, la que se queda enganchada con la mirada en dos de sus tres arrugas, la que no sabe si debe de comprar dos bollos suizos, de esos que están llenos de mantequilla, para decir que no a las magdalenas.

No sé, en realidad, cuando dejamos de hablar. Fue un poco antes de que me rindiera, digno e impertérrito, delante de su casa sin que bajara. El mismo instante en el que pensé que si no descubría mi mirada en el portal era porque ya tenía mis huecos llenos de alguien que no fuera yo y que estuviera en disposición de haber preparado una cata de cervezas artesanas en vez de un poco de cebolla pochada con alguna carne. Alguien que no se quejara del filo de los cuchillos. Hay veces que se intenta recuperar algo que ya está perdido. Ese fue el momento. Sucede cuatro días después de mis momentos de dignidad más pasiva agresiva. Claro que yo los conozco y ella no tenía por qué conocerlos. Debería de tener escrito un manual de instrucciones para dar la tercera vez que vuelvo a ver a la misma persona. “Si nos hemos visto tres veces no te creas que me he ido sino que empiezo a tener miedo”- debería de poner en algún lado.

Lo que sucede es que cuando alguien piensa que te has ido, se va.

Me puso en un mensaje “a tu lado hay frío y música”. Sonaba a reprimenda pero no lo era.

Y justo es cuando yo me di cuenta que la única vez que me quedé a dormir me desperté descansado. Aunque saliera corriendo sin verla desayunando ni eligiendo sombrero.



A los dos nos gustaba Antonio Vega, Ninguno  se dejaba llevar por ti. 

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