10 de noviembre de 2018

En el futuro no poseerás nada.

En un futuro no poseerás nada.

Tampoco es tan malo pero sí tiene un poco de aterrador. Compartir casa, vacaciones, coche eléctrico al trabajo a tiempo parcial en una silla donde otro pone su culo por las tardes. Será el tiempo del poliamor, donde tendrás una app que te dirá cual es el momento en el que sentirse amado y cual en el que ser un paria, un forofo deportivo o un intelectual de farol. No tendrás cobijo, trabajo, medio de locomoción, amor o incluso identidad propia y, sin embargo, vivirás con esa sensación de tenerlo todo sin nada. Vida colaborativa.

Una de las partes con las que las empresas que venden cosas han descubierto que pueden retorcer al cliente es creándole la ilusión de poseer el objeto de veneración. Puede tener ese Aston Martin Db9 sin problemas. La manera de hacerlo es que no lo tenga. O que lo tengan cien. Ni siquiera tiene una centésima parte del coche sino la posibilidad de usarlo una de cada cien veces. Alquiler suena a capitalista de tercera. Compartir es de potentado con conciencia. Como no puedo llegar a ello he aprendido a disponer de la ilusión de haber llegado. Al fin y al cabo, !es tan incómodo meterlo en el garaje!.

Salvando las distancias hay un mundo, inmenso, entre buscar una canción en internet y sacar el disco, tenerlo en la mano, limpiarlo con cuidado, elegir la canción correcta y disfrutarlo. El ceremonial, igual que en el amor, es mucho más reconfortante que el acto. Aunque sean canciones maravillosas a mi me gusta esa primera sensación que viene desde la mirada y que termina en la punta de los dedos. Dispongo de la torpeza vintage esa en la que me apasiona que poder tocar lo que me hace feliz. La egoísta y anacrónica pasión de sentir algo como mío (no como algo de poder sino algo intransferible). Me produce una paz absurda saber que estará ahí mañana. Le hablo a mi moto cuando llegamos al hogar. Una vez le conté mis miedos, como una confesión, al coche en un semáforo. Mi casa conoce todas mis taras. Alguna noche mis zapatillas me han avisado que ese no era el camino. Todos somos un equipo. La pertenencia a un grupo es una característica que existe en todas las culturas en las que hay humanos. Mi grupo, quizá después de aprender lo voluble del compromiso humano, también es ese pero no me siento cómodo en una habitación de hotel de la que me marcharé mañana. Me resulta muy difícil relajarme más allá de la mera actividad gástrica fuera de mi baño. Cagar es algo importante pero lo mejor es poder leer el periódico o disponer de tiempo para, sin que se note mucho, responder whatsapps acumulados. Eso, de una forma mucho más terrenal, es el ceremonial que se pierde mecanizando la actividad. Pierde la gracia.

Lavar el coche, abrir las ventanas de la casa del pueblo, cortejar, apasionarse, pasar el aspirador encontrando una moneda de dos euros entre los cojines o incluso recordar su olor mientras se cambian las fundas de los almohadones es algo que se va con el futuro.

En el futuro no poseerás nada y te creerás alguien. Habrás perdido mucho, maldito autómata colaborativo. Nuestros padres se socializaban bebiendo y nuestros hijos beben para socializarse. Yo vuelvo a ser un niño que juega al fútbol en el pasillo cada vez que me acerco a aquella casa que se compró con una hipoteca en 1971. Miro de reojo a la terraza y veo una bicicleta que no es la mía pero me imagino dentro, en aquella habitación con un cuadro horrendo de un jarrón al lado de mi cama.




De un destino a otro, a velocidad de la luz, se pierde el paisaje. Y sí, me he querido teletransportar muchas veces, pero a tu lado. No sé qué es peor: reconocer que no se puede todo o la falsa sensación de que se ha logrado algo sin ningún esfuerzo.

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