23 de octubre de 2018

Brackets

(Aviso para críticas: literatura casi en estado puro. De relatos que espero que terminen convirtiéndose en algo más grande)

Brackets


Hay veces que nos acercamos a determinados lugares porque nos resultan conocidos de la misma forma que hay olores que nos recuerdan a casa. A mí me resultaba familiar y sabía exactamente donde, a qué lugar de la vida reciente hacía referencia con ese aspecto de orden y orgullo, que es la manera que tienen de andar las mujeres bajitas con un armario poderoso. El pelo perfecto y los tacones kilométricos, de esos que si se los quita justo delante de ti mirándote a la cara no sabes si ha desaparecido o si está en algún lugar inenarrable. Las fotos siempre haciendo una pose ensayada y siempre con el mismo perfil y la misma sonrisa entreabierta.

Era de esas personas que han decidido vivir aunque se empeñan en contar lo  muy ocupadas que se encuentran. Sin embargo la manera de reconocer a este tipo de personas es, como muchas otras cosas en la vida, dejarles hablar. Al final de tanta palabrería el vestido, la fiesta, la nueva fiesta y la invitación al evento próximo prevalecen y eso significa que lo que prevalece es vivir por encima de la ejecución  de los medios para poder vivir. Trabajar es demasiado mundano para las uñas que están perfectamente arregladas. Se estaba arreglando la boca para sonreír con más glamour en los photocall. Vestía escondiendo un tanga negro muy pequeño pero eso no lo supe hasta más tarde.

Me contó que se había separado casi como una predisposición. Que vivía en un ático del centro. La primera vez que subí me prohibió dejar las cosas en la mesa porque es blanca y se quedan marcas.  Fue un día para cenar que me pilló una tormenta y tenía que secarme de alguna manera. No hay nada malévolo en subir a casa de una señorita si las intenciones de ella no indican lo contrario. Hay algo en lo que me fijo, si es que no hay discos ni libros,  con mucho detenimiento al ver por primera vez una casa: los cojines del sofá.  Si están perfectamente organizados o no. Allí lo estaban.  En orden perfecto. Aprendí, más tarde, que tenía que dejarla tiempo para deshacer la cama de la manera correcta antes de llegar a ella. Que todo dispone de un orden y que si ese orden se rompe es como si hubiera una catástrofe que impide dormir con calma durante la noche. Si los cojines se almacenan sobre la silla del fondo el universo mantiene el equilibrio pero si acaso sucede que se arrojan contra el suelo en un alarde loco de desenfreno y pasión los duendes esperarán para fracturar la noche en mil pedazos de insomnio. Los de la cama eran blancos y negros, los del sofá de seda. Siempre tuve mucho cuidado  con ellos.

Cenamos, charlamos. Establecía, casi como si fuera la domadora de un animal que fuera yo, los muros que me obligaba a tener que saltar. Se centraba, porque lo sé, en unas diferencias obvias que existen entre las personas pero sin embargo seguía con  la conversación. “Somos muy diferentes”- me decía pero luego volvía a mandarme una foto con el modelito de la tarde. Una vez me dio las buenas noches con un pequeño camisón de raso naranja sostenido por dos pequeños tirantes. Tenía los ojos grandes casi como alguien  que necesita observarlo todo. Hablábamos por la noche y alguna vez la conversación fue subiendo de tono. Creo que nos excitamos más de una vez sin confesarlo hasta tiempo después. Las noches disponen, en el caso de la soltería y la soledad, de un momento incierto al legar a la cama que confunde todo ese espacio y la falta de contacto con una necesidad de excitación y complicidad. Hay quienes coinciden en esos momentos y se buscan. Hay quienes no son capaces de asumir que se sienten abandonados al compararse con los anuncios y buscan sustitutivos que, en el mundo moderno, tienen forma de pantalla.

Una noche, más allá de las horas permitidas para los menores, me dijo que fuera a su casa. Llegué a la puerta y las manos fueron pasando por la piel como un explorador clavado en la punta de los dedos. Abrí su camisa y me puse tenso mientras sus pequeñas manos se acercaban a mi pantalón. Puse su pecho sobre el mío porque siempre me ha gustado ese primer roce contra mí. Y parte del sabor. Un momento más tarde, después de esperar a que pusiera los cojines de la cama sobre la silla que hay en la esquina de la ventana, me tenía tumbado y me miraba, sujetándome y con  únicamente la camisa abierta, entornando los ojos mientras la boca se llenaba de vicio y de saliva. La miré y después al techo como su fuera una epifanía. Afirmo que después nos saboreamos y que toda su corrección saltó por los aires un par de veces. Tenía cervezas en la nevera pero no un desayuno coherente. Fui a ducharme a casa con restos de temblores. Las pantallas se habían convertido en piel.

Volvió a insistir en que “somos tan diferentes” las siguientes veces que hablamos e incluso las que nos encontramos pidiendo mesa en algún restaurante. Me sentí, porque es importante ser capaz de verse desde fuera y reconocer los roles en los que a uno le etiquetan, como un chico que aparecía y desaparecía casi como una adicción controlada que llega desde fuera del mundo al que ella quería pertenecer con su pequeño deportivo pagado a plazos y sus lujos en  alquiler. Efímera pero sobreviviendo. Con vestidos nuevos para el próximo evento. Alguno del sábado por la noche. Ese sábado aparecí en su casa por la tarde.  Sacó unos refrescos con los posa vasos correctos mientras nos sentamos en el sofá y dejó los cojines de seda a un lado como quien salva las obras de arte de la invasión alemana. Se acercó. Me dejé acercar.  La conversación era absolutamente intrascendente. Creo que fue la primera vez que estaba completamente desnuda sobre mí, que no entre mis piernas, retorciéndome. Quizá esa fue la clave, que me retorcí. Y lo fue porque de repente, como una punzada sin avisar, mi pene se quedó atrapado por los brackets. Ella hizo un sonido como quien no puede cerrar la boca y yo sujeté su cabeza apretando contra mí mientras gritaba de dolor. Es algo muy parecido a un anzuelo donde cualquier movimiento es desgarrador. Me cayeron un par de lagrimones entre juramento y juramento. Por un instante busqué el teléfono para llamar a urgencias sin visualizar a los sanitarios entrando por la puerta para sacarnos, yo desmayado de dolor y ella sin poder hacer más que sonidos guturales, por la puerta hasta la ambulancia, sirena, luces y viandantes mirando, en medio del centro de la ciudad. Ella se movía poco a poco mientras yo la seguía sujetando y casi pensé en azotarla con el cojín de seda para que se estuviera quieta. “!No te muevas, joder!”-gritaba yo y estoy seguro que algún vecino me oyó sin saber si era un humano o la matanza de un cerdo bien cebado. De repente hizo un giro y noté su lengua haciendo palanca. Se soltó. Me miró y se reía. Yo sentí una liberación y un pequeño escozor que calmé poniendo el refresco en el prepucio. El frío, entre otras cosas, se inventó para esto. “No me ha pasado nunca”- dijo. Joder, ni a mí. “¿Estás bien?”- preguntó preocupada. “Creo que sí”- dije mientras me la miraba buscando heridas o borbotones de sangre que, en realidad, no había. Poco a poco me calmé. Ella se puso una camisa. Trajo otro refresco que, esta vez sí, me bebí. Se había hecho algo tarde y la verdad es que tuve un miedo atroz pensando en tener algún tipo de erección después de aquello. Me fui vistiendo con cuidado y ella, esa noche, estrenó un vestido blanco. Yo, esa noche, me la miré en el espejo del baño e incluso hice fotos con la función macro de la cámara del móvil buscando huellas que no existían.

Un par de días después me llamó, por la mañana. “Acabo de salir del ortodoncista”- me dijo.

En realidad nunca más volvió a ser lo mismo porque hay miedos que siguen ahí y que aparecen cuando las circunstancias se repiten. Así que le di la razón: “Somos muy diferentes”- le dije. Y nos despedimos con elegancia.

A veces miro su foto. Esa coleta atrás. Las formas. Los tacones. La manera de posar en su perfil bueno. Y el aparato en los dientes como una barrera. Sé que le va bien. Sé que soy un cobarde. Cuando me preguntan qué es lo más extraño que me ha pasado hablo de la manera en la que deja los cojines ordenados antes de mirarme sobre la  cama. Tampoco puedo olvidar esa mirada.

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