Lo peor de ser un gilipollas es saber que lo eres. Lo peor de determinadas catástrofes es darse cuenta que nos acostumbramos.
Nos hemos acostumbrado a las miserias y a los desastres, a los huracanes y a los disturbios después de las finales deportivas. Nos hemos acostumbrado a tener amigos de los que no conocemos la cara más que por foto y a decir que estamos leyendo el periódico sin tenerlo entre las manos. En un futuro "lo que ahora se considera una masturbación será una relación sexual" dicen por ahí hablando de éste mundo tan líquido y fútil, tan catastrófico para la realidad, tan fagocitado por la idealización de la verdad.
"Me desvanezco"- pone junto a una foto sobre grises en la que está en la cama tumbada dando unas buenas noches que no se pueden convertir en dormirse oyendo la respiración o dejando que el olor vaya reteniéndose en las sábanas.
Tampoco nos atragantamos con los muertos de los telediarios y han dejado de avisar que las imágenes pueden dañar la sensibilidad del espectador porque el espectador ya no tiene sensibilidad. Ni el espectador, ni el cliente, ni siquiera el votante. No nos escandaliza que en Colombia se vote el NO a la paz, por muchos peros que se le pongan a los acuerdos. No nos escandaliza que la democracia en Egipto decida que haya que lapidar a mujeres. No nos preocupa, es más incluso nos alegra por el precio de los vuelos, que el racista Reino Unido desee remar más allá de lo que le une a Europa. Estamos acostumbrados a las próximas barbaridades, a que un retrasado pueda tener el mayor poder destructivo del planeta bajo su bisoñé o a que se ponga de moda comprar colaborativamente mierda en una web china para mandarla a tus amistades virtuales (bueno, eso ya existe).
Lo peor es que nos empieza a parecer normal. Lo peor es que una señora grita al frutero porque le ha salido un melocotón golpeado mientras apura los huesos del pollo ante las imágenes de Haiti destrozado, de nuevo, por una tormenta tropical. La medida se perdió cuando aprendimos que los problemas de otros no eran problemas sino acontecidos.
Pero un día, un miércoles de esos que son algo grisáceos, llegamos a casa y no teníamos fuerzas para aparentar, para hacernos una bonita foto en la que estuviéramos fantásticos. La casa no olía a incienso ni a tabaco. Las luces estaban apagadas y necesitábamos algo más que una pantalla. Necesitábamos un punto de apoyo, un mapa, una mirada de esas que están por encima de las formas de su cuerpo o de la magnitud de su barbilla. Y no había, como una nevera con luz que tiene solamente los ingredientes básicos de subsistencia, alguno de esos componentes mágicos de la vida que parecen caprichos pero son imprescindibles. Entonces nos desvanecimos sin foto y sin ninguna respiración cerca.
El problema no es que sea un viernes solitario sino que sea otro viernes solitario.
El problema es que podemos engañarnos con tremenda facilidad mirando las fotografías y manteniendo miles de conversaciones banales o cientos de relaciones que van tapando y calentando las camas de los meses que pasan acumulando el lastre necesario para quejarnos de no ir a ningún sitio.
Hace no muchos años casi nos avergonzábamos de ser incapaces de tener una vida real y los mismos que se reían de nosotros cuando les contábamos que éramos administradores de un grupo de iRC ahora nos presentan a sus novias con una foto de móvil y se emocionan con la aplicación en la que la encontraron sin ser capaces de diferenciar su olor del de la tapicería de su coche. "La veré dentro de tres meses"- nos dicen y estamos seguros que las 36 horas que pasarán a su lado serán perfectas (si es que lo son), con mucho cariño impostado y quizá sexo de película, pero hay una parte de nuestro cerebro que nos dice que eso no es verdad por mucho que la modernidad se empeñe en contar que aquello es el futuro aunque es una mierda pinchada en un palo.
Voy a hacer cinco horas de coche con un pasajero que no conozco. Fingiremos llevarnos bien. Llenaremos la conversación de tópicos.
Lo peor de todo es que desear que se vuelva a imponer la realidad es como añorar los teléfonos con cable pegados a la pared y llamar rezando porque no se ponga su padre. Lo anacrónico es desearla hablando de nimiedades, esperarla al llegar a casa, confiar en la razón de los votantes, en la solidaridad de las personas, querer que hagamos pequeñas construcciones que nos den cobijo en una casa común o simplemente saber que los brazos que están al final del día son los suyos. Y esa mirada directa a mis ojos, sin bits en medio, para poder oler su presencia y recordar con las yemas de los dedos la suavidad del final de su espalda.
Tengo unas aspiraciones del siglo XX y no quiero acostumbrarme a los brillos XXI porque son brillos LED llenos de algoritmos empeñados en mentirnos y en acostumbrarnos a miserias, a catástrofes a las que nos estamos acostumbrando. Unas son noticiables, otras personales. Aborrezco mis pantallas pero, a veces, es lo único que me queda.
Desear que un día, casi como un click, todo cambie y encaje, es casi un oximorón.
Nos falta la canción
ResponderEliminarhttps://youtu.be/uNlmaHKYyks
ResponderEliminarUn profesor solía advertirnos de esto con una frase: "No os acostumbréis a la mierda". Sabes que el mundo es una pocilga, pero a esa parte perezosa y animal de tí le conviene más meter la cabeza bajo alguna almohada virtual o buscar cobijo entre los brazos de alguna burda mentira.
ResponderEliminar...No lo veo mal durante los primeros cinco minutos de la mañana.
https://www.youtube.com/watch?v=HPwFgPkcmeg