La llamé y el sonido, a veces asociado con la desidia y otras muchas con el desprecio, sonó y sonó hasta que el teléfono se rindió. Luego mandé un mensaje de texto sin entonación ni pausas y respondió en cuanto dejé el terminal sobre la mesa. No importa que fuera la nimiedad infinita de que su pedido estuviera listo porque también sucede en los días que añoro un abrazo, las noches en las que la otra persona puede estar ocupada en ojos extraños o en esas ocasiones en las que el metacarpiano se queja y es preferible la voz pero parece, si es que pasamos a palabras, casi como pasar a la desnudez. Hablamos más que nunca y sólo nos duelen los dedos. He recibido y dado confesiones sin ser capaz de reconocer el olor o el tono de voz de la otra persona pero sí el tiempo de respuesta de los mensajes. Hubo un tiempo que era una modernidad y ahora parece un escondite.
Por la calle caminarán nuestro lado entes desconocidos a los que escribimos mensajes por las noches, incapaces de atreverse a tener un hueco en nuestro recuerdo auditivo, menos en nuestro recuerdo táctil y nunca entre el corazón que hay en la pituitaria.
Explican que es una nueva forma de comunicarse pero en realidad es una manera de estar sin estar, de dejar la respuesta para más tarde, de poder copiar una frase ocurrente o de permitir que el egoísmo nos permita pasar a esa persona al momento en el que nos viene bien. Podemos vernos, oírnos, casi hasta hacer que la persona con la que nos comunicamos vea lo que vemos nosotros y, sin embargo, seguimos escribiendo mensajes para aprovechar las pausas.
Conocí a alguien que me confesó haber descubierto un patrón: siempre tenía relaciones con personas que no estaban cerca. Miles de kilómetros e incluso idiomas distintos hacían que aquellos o aquel fuera algo parecido a un príncipe. Siempre perfecto, siempre sonriendo, siempre en contacto y , en realidad, siempre distante. Pasados los años y los príncipes lejanos es capaz de reconocer que hay algo en el día a día que le aterra. Puede ser un miedo a fracasar cara a cara o a no ser tan perfecta como quisiera ser porque cuando se apaga la pantalla puede tener sus ojeras, rascarse haciendo ruido o tirarse un pedo que no va a oler su caballero. Hay un miedo a no ser querido, amado, apreciado o valorado cuando se es uno mismo y para eso la tecnología ha creado cavernas con forma de doble check.
Por eso no se llama y, sin embargo, cada vez hay más mensajes. Las diez últimas llamadas de mi teléfono llegan hasta hace una semana. Los diez últimos mensajes son de la última hora. Me cuesta reconocer los olores.
Explican que es una nueva forma de comunicarse pero en realidad es una manera de estar sin estar, de dejar la respuesta para más tarde, de poder copiar una frase ocurrente o de permitir que el egoísmo nos permita pasar a esa persona al momento en el que nos viene bien. Podemos vernos, oírnos, casi hasta hacer que la persona con la que nos comunicamos vea lo que vemos nosotros y, sin embargo, seguimos escribiendo mensajes para aprovechar las pausas.
Conocí a alguien que me confesó haber descubierto un patrón: siempre tenía relaciones con personas que no estaban cerca. Miles de kilómetros e incluso idiomas distintos hacían que aquellos o aquel fuera algo parecido a un príncipe. Siempre perfecto, siempre sonriendo, siempre en contacto y , en realidad, siempre distante. Pasados los años y los príncipes lejanos es capaz de reconocer que hay algo en el día a día que le aterra. Puede ser un miedo a fracasar cara a cara o a no ser tan perfecta como quisiera ser porque cuando se apaga la pantalla puede tener sus ojeras, rascarse haciendo ruido o tirarse un pedo que no va a oler su caballero. Hay un miedo a no ser querido, amado, apreciado o valorado cuando se es uno mismo y para eso la tecnología ha creado cavernas con forma de doble check.
Por eso no se llama y, sin embargo, cada vez hay más mensajes. Las diez últimas llamadas de mi teléfono llegan hasta hace una semana. Los diez últimos mensajes son de la última hora. Me cuesta reconocer los olores.
Los olores se pierden, el tacto se olvida, las palabras vuelan o se modifican en nuestra cabeza. Antes teníamos cartas. Ahora, se formatean los teléfonos, se pierden las cuentas, se cuelgan los servidores y ni siquiera esas cavernas con doble verde persisten.
ResponderEliminarLa tecnología no cambia nada. Sólo mantiene lo que ya teníamos, dándole otra forma.
(por cierto, falla hasta el Captcha me ha obligado a elegir una imagen de un café, cuando se supone que solamente debía seleccionar las de te)
Todavía guardo unas cartas que aunque no eran de amor si contienen frases de delicados momentos vividos en otras épocas.
ResponderEliminarHabrá que enmarcarlas!!!!