(Literatura)
Juan Rodríguez, con el smoking recién estrenado, dejaba caer el coche como si fuera una prueba de ahorro o una falta de prisa por llegar, en el lado lento de la autopista. Era el día de su boda. Buscó ese trayecto para un pecado solitario, para, en realidad, fumar con la ventanilla abierta y tomar el aire enviciado de algunos de sus pasados y algunos de sus inciertos futuros. En algún lugar, ilusionada mirando al espejo, ella estaba de blanco rodeada por las damas de honor, una docena de parientes y las luces de las ilusiones. Por alguna razón solamente era capaz de verla en medio de una luminaria dispuesta a ser tapada por el velo de su mediocridad, del miedo escénico de un artista poco capacitado, de la imposibilidad económica de un contable vulgar, del anonimato de Juan Rodríguez, que no tuvo original ni el nombre ni el apellido, ni siquiera la combinación de ambos cuando se buscaba en Internet.
Una ráfaga de aire metió ceniza en el interior, justo sobre la camisa. Un volantazo. Carril derecho y pisar el arcén. Un rechinar de las ruedas. Un susto, en definitiva. Una nueva torpeza intentando quitarla a manotazos. Una muesca en medio del pecho como un lamparón, como un imperdonable.
Cogió el carril lateral y se detuvo. "Habitaciones desde 20€"- decía una tela iluminada por un rótulo rojo de Club. Sentado fuera sobre el capó dejó ceder el cuello y estiró los hombros como intentando espantar fantasmas en medio de la gravilla. Se vió desde fuera. Con el sonido del tráfico que se parece a ventiscas y en un travelling que le lleva de un plano global a un primer plano, quizá tres cuartos, para que aparezca el coche. Lo llaman también plano americano si es que aquel sitio fuera una taberna de la ruta 66, pero no lo era. Era oscuro, sí. Limpio pero antiguo, con esas marcas en los baldosines que tienen los años. Con una modernidad mal entendida si fueran los 80 y, probablemente, esa sensación de tiempo parado que llevan consigo muchas tabernas donde la televisión es una distracción continua que alterna fútbol, telediarios y noticias de lugares lejanos mientras allí mismo nunca pasa nada y todos los días se suceden sin el vaivén que tienen las semanas.
Pidió una cerveza. Preguntó, casi de una forma rutinaria ante el vacío del aparcamiento, si quedaban habitaciones libres. "Si"- le respondieron. "Quiero una"- afirmó sacando un billete del bolsillo interior. "¿Quiere una chica?". "No". Pagó. Cogió la llave. Salió a fumar un cigarro de nuevo, arrastrando los pies para dibujar un rumbo en el suelo. Dibujó el miedo. Dibujó la inquietud y dibujó un muro. Dibujó un error al seguir y un error al quedarse. Dibujó la espiral de mil universos paralelos. Dibujó una luz y cien tinieblas. Se dibujó sobre una cama con las sábanas quemadas en un lateral de la autopista, y en posición fetal.
Entonces descubrió la sensación que lleva a los suicidas a ser personas que siempre mueren solos.
Para no arrastrar a nadie más en la caída.
Los suicidas mueren solos (igual que todos), pero arrastran a todo su entorno con ellos.
ResponderEliminarEl dolor por la muerte de un suicida siempre es demoledor y quienes le quieren -querían- tienen que sumar al dolor, rabia y culpa.
Espero que el rumbo que siguió le hiciera dibujar cien luces.
Abrió los ojos en uno de esos inusales amaneceres pausados en los que no llega a sonar el despertador. Permaneció inmóvil mientras tomaba consciencia del día que estrenaba, sabiendo que ese sería el único momento que tendría para ella misma antes de que la rodearan de besos, abrazos y deseos ya hechos rescatados de cualquier tarjeta de celebración.
ResponderEliminarTomó aire y respiró profundamente. Escuchó su inspiración saturada de oxígeno y posibilidades, de opciones desde encuentros, de desencuentros hacia reencuentros, de incertidumbres confiables. Recorrió su camino el aire con paseos sola y de la mano, aspiró distancia desde su propia individualidad, inhaló cercanía desde estar con él, en el estar en lo que hay, en una entrega para compartir con todo, en el corazón, en el alma, en la piel.
Sintió cómo sin esfuerzo cambió el sentido del aire. Expiró largamente sus miedos y les despidió hasta el día siguiente. Soltó unos segundos la exigencia de su precisión, liberó un instante la inquietud de la idealización que a él le deslumbraba. Desde aquel vacío se olvidó de respirar temiendo, quizá, que todo entrara de nuevo. Sintió el ahogo, la falta de aire, la opresión en el pecho. Se amarró entonces a la aceptación de la imperfección de ambos y pudo retomar la respiración, sin darse cuenta, con un ritmo impensado.
Se incorporó, se miró al espejo que le quedaba de lado y reconoció las negras huellas de algún descuido, de una pesadilla lejana en otra antigua pesadilla.
"¿Quién, sino yo? ¿Dónde, sino aquí? ¿Cuándo, sino ahora?"
Identificó la calma que acompaña al sólo ver y dejarse ver. Sintió el sosiego de la espontánea sonrisa que le robó su reflejo. Se apoyó en su propia sombra, se dejó abrazar por ella y de un solo paso salió de la cama.