22 de noviembre de 2014

La importancia de nuestra propia historia

A los padres nunca los tomamos en serio, estaban simplemente ahí, demasiado mezclados en nuestra historia como para observarlos con interés. - leo por ahí.

Los padres y los hermanos. Quizá, más adelante, todo aquello que lleva tanto tiempo a nuestro alrededor que parece que ya se ha convertido en algo innato. En realidad es todo eso que resulta maravilloso pero que no lo descubrimos hasta perderlo, como unos padres, como un amor de verdad, como la luz electrica, como la conexión wifi.

Se llamaba Javier. Su padre era chino y me refiero a aquella época no muy lejana en la que un chino por la calle era algo casi excéntrico. Era grande, gordo incluso, rompiendo los arquetipos del asiático delgado,  enano y poseído por una extraña introspección. Estábamos sobre el monte Igeldo, en un septiembre caluroso de San Sebastián. A nuestro alrededor las caras sonrosadas por el alcohol de un acontecimiento del festival de cine con copas en la mano y luces indirectas. A nuestros pies, la bahía. "Yo he ligado mucho"- me decía. "Mucho"- apuntillaba. "Pero no ha sido porque sea guapo ni ocurrente. Ha sido porque soy diferente. Soy el chino, no lo puedo evitar. Eso siempre me ha dado algo que los demás no tenían, una especie de ventaja, un elemento diferenciador". Estaba hablando de ser lo nuevo, lo diferente, el último juguete, los besos no dados, el viaje no realizado o lo que no se ha probado. "No soy mejor"- se sinceraba- "Soy exótico". Y luego nos tomábamos otra copa.

Hay demasiadas tendencias que juegan a ser lo nuevo. La nueva moda, como si fuera necesario descubrir El Dorado cada seis meses o cada nueva temporada. La nueva música. La nueva forma de hacer televisión. Los nuevos políticos. Todo tiene que parecer extravagante, "sorpresivo", diferente incluso cuando es algo repetido de un pasado o cuando abunda en otro lugar del planeta. Los primeros rusos que viajaban a España se llevaban las bolsas de El Corte Ingles para pasearlas por Moscú y nosotros las usábamos para bajar la basura. Hay un punto ridículo e infernal en esa necesidad de vivir algo nuevo, un desprecio a nuestra casa para fantasear en lo que hubiera dentro de la casa del vecino, una escapada a ningún lugar o una luz al final de algún túnel que no son más que los luminosos avisando del final de la carretera.

Pero eso no quita del escalofrío que se siente al tacto de unas manos nuevas, el embriagador momento en el que una canción desconocida nos posee, la resaca de un libro con un estilo que no conocemos o la sensación de volver a ser un niño que aprende y se ilusiona con cada sorpresa, que abre los ojos con una sonrisa que no le entra en la cara y quiere volver a ver a ver hacerte ese juego. Entonces, sin quitar la cara de asombro y bamboleándose con pequeños pasos, va hacia sus padres como preguntando si también lo han visto, si también se ha encendido una luz en algo que se sale de lo normal, si se han dado cuenta de lo maravilloso, lo nuevo, lo mágico, lo emocionante o lo ilusionante que es. Y quiere compartirlo con ellos como si hubiera descubierto algo que no hay en casa.

Después, más adelante, en el principio de la adolescencia, deja de compartir sus descubrimientos como las parejas dejan de compartir sus anhelos. Más tarde, cuando se cree un adulto, intenta dar lecciones a sus padres. Se enfada, grita, sale golpeando la puerta, busca conclusiones erróneas en los arquetipos del contrario, porque es "el contrario", que es como llaman algunos a sus parejas cuando se va diluyendo el amor, la confianza, la dependencia o la capacidad de mostrarse débil sin tener miedo a recibir daño. Es entonces cuando ha dejado de observarlos con interés y también cuando quiere dejar de ser el niño que se ve en los ojos de sus progenitores. Los mismos ojos que, al final de la historia, miran en un estertor de complacencia. “Yo no le había visto nunca aquella mirada. Era una mirada de miedo, indefensa, y sobre todo implorante. Me miraba implorando algo, quizá mi cuidado, mi cariño, mi protección”. Un poco más tarde se había marchado definitivamente.

A partir de entonces se aprende a valorar la importancia de nuestra propia historia.

Lo nuevo nos complementa. Nuestra historia nos compone. Lo exótico nos arrastra.

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