No soy un hombre mayor, pero tampoco soy un adolescente. Me he estado preparando durante demasiados años para los retos que aun no me he atrevido a realizar y que, probablemente, empiezan a tomar el carácter de imposible.
Sin embargo puedo asegurar que ese conocimiento continuo y esa pausa absoluta que me impide tomar decisiones por mi mismo me ha convertido en mejor persona porque me ha transformado en una incógnita que busca en cada cara que se cruza por la calle o en cada mínima o ínfima expresión cultural alguna razón que pueda hacerme mas sabio, que no mas fuerte.
Lo que puedo asegurar es que cuando tenía 19 años, cargado de energía y de amor propio a la puerta de la universidad, creyendo de mi mismo la respuesta a la mediocridad de la sociedad, era un tremendo gilipollas. Fui activista y también deportista. Defendí la idealidad de lo que considere que era la verdad y desprecie, como se debe hacer cuando se van los puntos negros de la adolescencia, muchas de las herencias de las generaciones anteriores.
Así que ahí estaba, calculando momentos de inercia por la mañana, haciendo deporte por la competición, que no por mi salud, bebiendo algo más de la cuenta, robando algún disco que otro del gran capital que era El Corte Ingles y valorando menos de lo que hubiera debido los primeros amores de verdad que se tienen en esos días. También es cierto que, arrastrado por la alegría y el alboroto de primeros de los 90, vivía con ansia el momento de mi primer deportivo, la casa grande en un paraíso y la pobreza parecía estar solamente en África y no en el descansillo de la escalera.
Milité, con convencimiento pero poco sacrificio, que es como militan los aristócratas que nos creíamos en la emergente clase media. Me rebelé contra la irracionalidad del terrorismo (y más de un "ismo") porque castra la bondad de lo que yo soy y lo que me gustaría ser en un mundo global en el que todos nos ayudemos. Aprendí de los dramas que sucedían, por lógica temporal, en mi entorno. Se murieron los padres de mis amigos. Se murieron algunos de mis amigos arrastrados por algún coche, alguna droga y alguna enfermedad. Me compre camisas negras para los entierros y trajes para las reuniones de trabajo. Descubrí, trabajando en medio de una jauría, que la verdad y la publicidad personal no son sinónimos, que muchos ganaban más por hipócritas que por trabajadores, que las chicas guapas pueden enamorarse de una cartera, que el triunfo de verdad no vive en un anuncio y que la música y las películas que me arrugan el corazón no están en las listas de éxitos. Al menos no en la parte de arriba. Aprendí, y quizá ya estaba haciéndome mayor, que todo eso es injusticia.
También aprendí que injusticia es ser un pobre de espíritu con suerte que roba a otros pobres, injusticia es acabar a créditos con los sueños pero permitir tener sueños imposibles o,en aras de la optimización económica, dejar lo justo a una masa para no tener capacidad de rebelarse porque así se pierde lo poco que nos queda cuando nos queda el miedo.
Y valoré, cuando el agotamiento me recorre la espalda al llegar con una sensación de fracaso a mi cueva, todo lo que mis padres habían creado de la nada con sus propias manos. Me senté a escuchar las enseñanzas que podían darme como quien quiere oir el truco del mago. Por un momento me vi incapaz de hacer esas croquetas o cuadrar esos balances. Mientras los matrimonios de mis amigos se descomponían con sus hijos aún en el jardín de bolas del Ikea asistía callado al último abrazo de mis progenitores muy cerca de sus bodas de platino que son las bodas que creo que nunca tendrá esta generación de inconformistas en la que estoy haciendo submarinismo.
Esta generación en la que nada perdura, en la que los pelotazos urbanísticos ya no están de moda pero los hipsters tienen un mini y dos iphone, en la que la culpa es de los demás y del gobierno, en la que la solidaridad es una palabra que no tiene sentido si se trata de un billete de avión en una empresa que no paga sueldos dignos o una gran superficie que estafa a sus clientes. Me refiero a una enfermedad de una generación, casi como fue la avaricia de la que venía delante mio, que tiene como síntoma creer que no hubo nada mejor, que la respuesta siempre les llevará a un lugar más luminoso, que las soluciones son instantáneas como un programa de mensajería que, además, debe de ser gratis para ellos pero deben, también, poder acceder a todos sus sueños aunque no estén capacitados para ello. "Cohelizados", entumecidos por la publicidad, tuertos para aceptar que hay cosas imposibles, ansiosos hasta la psicopatía y cegados por el objetivo hasta el punto de no ver que entre el espejismo y el lugar donde están hay un campo de minas cargado por las bombas de la naturaleza humana que son nuestros pecados capitales, los mismos que arrastramos desde milenios.
Así que en estos momentos en los que no soy un hombre mayor pero tampoco un adolescente, en este lugar en el que no estoy en absoluto en posesión de la verdad, creo que hay una parte de la generación que me pilla de soslayo que está creyendo que todo está podrido y que nada hay bueno en lo que se pudo hacer antes, que desprecia a sus ancianos y a su propia historia porque se ven a si mismos como la respuesta a la mediocridad de una sociedad enferma. Eso es exactamente igual a lo que yo pensaba con 19. Y con 19 era un idealista, militante, egocéntrico, sabiondo y gilipollas.
En aquel momento no me había parado a pensar en la magia de mis padres, a mirar absorto la historia, a sufrir y aprender de todos y cada uno de mis fracasos, a pensar antes de actuar o a valorar la experiencia infinita de mis ancianos. En definitiva, se me olvidó aceptar que hay mucho irrepetible delante mio, muchas buenas películas en blanco y negro, muchas excelentes decisiones tomadas desde la calma y la experiencia. Con 19 y con esa energía me creí , incluso, mejor que muchos buenos de mi misma generación que quizá no tuvieron la suerte de ir a la universidad pero por eso no son más tontos en absoluto como tampoco son más tontos los que se fueron de botellón el sábado.
El porcentaje de tontos, de ladrones, de estafadores y de miserables se ha permanecido invariable con el paso de los años. Más de uno tiene tres máster y te los tira a la cara cuando no le queda otra manera de imponer su sinrazón.
Nadie es mejor o peor por ser blanco, negro, asiático, mujer, hombre, gay, lesbiana, árabe, derechoso, izquierdista, bajito, tuerto, gordo, inglés o viejo.
Ante esa idea tan moderna que critica a los viejos para poner a una nueva generación que todo lo sabe y todo lo va a arreglar en veinte minutos con dos docenas de tuits, quizá haya que pararse a aprender un poco, hacer unas prácticas para coger experiencia, reconocer que nunca se sabe todo y apoyarse, sin despreciarlas, en las excelentes ideas que hay en el supuesto equipo contrario. Ya lo decía mi abuela: "La paja en el ojo ajeno". Con 19 me reía de una forma masturbatoriamente imbécil, tal y como era.
Por si alguno tiene dudas estoy oyendo mucho discurso que vende lo buenísimos que son los jovenes y lo caducos que son los tipos de más de 60 como si nada hubiera válido en el esfuerzo que han hecho para nuestra sociedad. Considero que es algo injusto y que haber mirado con detenimiento y asombro a mis ancianos y a mi historia me ha ayudado acercarme a la verdad y a aplacar mis discursos. Oigo proclamas en television que hubiera podido firmar yo mismo con 19 y con 19, lo se ahora mismo, hubiera sido perfectamente capaz de destrozarlo todo porque no sabia la mitad, aunque me salían las integrales eulerianas maravillosamente.
ResponderEliminarEn casa de mis padres siempre oí decir:
ResponderEliminar1 - a mi madre: "sabe más el diablo, por viejo, que por diablo".
2 - a mi padre: "el diablo, cuando no tiene qué hacer, mata moscas con el rabo".
Quizá sean demasiadas referencias al mismo tipo y dé la sensación de que siempre estábamos haciendo diabluras. Qué sé yo.
PD - Magnífico artículo. De los mejores que recuerdo.
Me encantas! Me pareces muy buen tipo!
ResponderEliminarExcelente post. As usual.
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