Ya nadie se queda en casa haciendo puzzles o con hobbies que lleven más de quince minutos, a no ser que estén haciendo un timelapse para ponerlo en youtube. Actuar con una visión largoplacista debe de ser algo de los viejos. Eso ya lo sabemos con aquello del descuento hiperbólico.
Queremos las revoluciones que sean YA, a golpe de Like o de tuit. Queremos los cambios casi como si todo pudiera ser capaz de suceder en el tiempo que dura un capítulo de una serie y, a ser posible, con nosotros sentados en el sofá engordando con una Coca-Cola que nos engañe hablando de hábitos de vida saludables. Queremos estar en el bando de los buenos siempre. Queremos, como un idealista mal enfocado u Oriol en Salvados, que no exista lo que no piensa como nosotros. Una vez leí que los niños, hasta una determinada edad, no son conscientes que existe la realidad que no pueden ver con los ojos y es precisamente por eso por lo que si nos escondemos y aparecemos de golpe, abren los ojos sorprendidos.
Queremos ser niños, siempre.
Y que todo sea gratis (excepto nuestra retribución personal) o, al menos, que sea gratis lo que nos gusta a nosotros. Y libre de virus.
No es que Podemos, sino que Queremos. Sólo con quererlo, aún sin llegar a trabajarlo o merecerlo, ya parece un derecho. Inalienable, incontestable. Con una ronda de cervezas pagadas después de quedar para una manifestación ruidosa y algo folclórica, por si aparecen los de los tambores de Mayumana. Indignación cuando enfocan las cámaras y felicidad y compañerismo en porcentajes similares para con nuestros iguales porque la igualdad siempre está bien como concepto excepto si nos igualan con quien creemos que es inferior a nosotros. Claro que para eso hay que creer.
Lo curioso es que no hay que creer en Dios pero sí en el Dios de la democracia, como si uno se equivocara siempre y el otro, respondiendo a la sabiduría de una mayoría cabal y consecuente, fuera infalible. Hay que creer en la bondad de los pobres y la maldad de los ricos. Hay que confiar en que no hay vagos, ni infieles, ni trastornados. Los asesinos en serie de la convivencia no son delincuentes, son enfermos.
Hay que consumir fast food, fast sex y fast tv. Jactarse de ello como si arrepentirse fuera un delito cuando, en realidad, es una obligación moral pero nadie se arrepiente porque pedir perdón es arrastrarse y perdonar un acto poco cívico.
Pero se olvida con facilidad. Se olvida cuando no había microondas en casa y la televisión era en blanco y negro. Se olvida cuando las familias se sentaban a ver el Un, Dos, Tres. Se olvida que hace 20 años no tenía internet nadie. Se olvida que el número de visitas o el de discos vendidos no significa calidad, verdad o cultura. Se olvida que el número de polvos echados nunca fue sinónimo de popularidad. Se olvida a los muertos y a los que ya no salen por la televisión. Se olvida lo que deseábamos ayer porque hay que desear algo nuevo mañana creyendo, por supuesto, que es el deseo correcto y esperarlo como maná que venga del cielo porque, sencillamente, lo merecemos.
Se olvida el último escándalo porque hace falta vivir en la desazón de una nueva polémica. Casi sin recuperarnos del último huracán vienen los vientos del próximo sin poder hacer la casa, sin sentarse a hacer un puzzle.
Sin parar a pensar.
Merecer. Creer. Poder. Y no hacer más. Esforzarse por algo (que no vivir atormentado en medio de un selfie de amargura por no lograr los sueños) ya no está de moda.
Merecer. Creer. Poder. Y no hacer más. Esforzarse por algo (que no vivir atormentado en medio de un selfie de amargura por no lograr los sueños) ya no está de moda.
(Dejar el chat cuando ya no emite la cam )
La verdad es que esta locura frenética; esta huida hacia ningún sitio; esta necesidad de renovar el stock; este almacenaje LIFO (que desprecia al FIFO); este completo trajín, es
ResponderEliminar...de verdad te lo digo...
Un completo FAST-idio.
https://www.youtube.com/watch?v=dp9bQKQ397w
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