23 de octubre de 2014

Nuestros salvadores (sin experiencia).

Mi madre, octogenaria maravillosa, ha decidido simplificar el mundo. Existe la familia, el portero, algún vecino con el que coincide, los que presentan la previsión metereológica después de los deportes (que es cuando se levanta a recoger) y la película de la vida retratada por los periódicos que es, precisamente, lo que se guarda para polemizar conmigo cuando hablamos por teléfono.

Como es lógico, vive en la indignación absoluta, vive en el desmoronamiento económico y moral irremediable de la sociedad que le vio nacer. Ante tantas señales que le dicen que ha llegado el apocalipsis se ha rendido aceptando que deberá de ser verdad y agarra el bolso cuando sale por la calle por si un moro, tres negros, dos drogadictos de Algete o un político en coche oficial se lo van a robar con violencia e impunidad. "Y no es por el dinero"- dice- "sino por el susto y lo que me puedan hacer".

Así que ante este sonido de los cascos de los caballos que galopan bajo esos jinetes que vienen entre las nubes negras del futuro más próximo, y como cualquier aficionado deportivo que tiene una opinión formada sobre la alineación del equipo de sus amores, habla de su manera de solucionar las cosas.

-Les cogía yo a todos y les metía en la cárcel porque no hay ni uno -e insiste- Ni uno. !Ni uno que se libre!
-Entonces ¿cómo lo hacemos, mamá?
-No lo sé porque yo soy una jubilada pero ¿de estos? !Ni uno!
-Pero alguien lo tendrá que hacer, ¿no?

Es, en ese momento, cuando me cambia de tema porque sabe que la voy a llevar a un bucle.

Poca diferencia existe entre la opinión de mi madre y la de alguna mayoría. Muy poca diferencia en la solución. Destituir al entrenador. Buscar a otro, de una manera genérica, sin asumir la posibilidad de optar por un "otro" que no sea un nuevo error. Esas responsabilidades hay que dejarlas en otro tejado porque el "ya lo hago yo" empieza a no ser válido ni para montar las estanterías del Ikea. Quejarse, gritar, hacer ruido con un doble bombo de fondo casi como si toda la música se hubiera transformado en metal.

Ante todo eso, sin pensarlo demasiado, queda la opción de lo desconocido. Elegir a un entrenador sin títulos, poner nuestra vida en manos del primero que pasaba por ahí como una recién separada que viene del agotamiento que da la sensación de fracaso.

Cuando parece que no quedan soluciones es cuando aparentan ser lógicas las opciones desesperadas.

Entonces, desquiciados, elegimos a un tipo sin ninguna experiencia para alcalde de nuestro pueblo, encumbramos al rey del karaoke al top1 de la lista de éxitos o le dejamos el ordenador a nuestro cuñado para que nos solucione un problema con los servicios de windows que no cargan correctamente. Porque el cuñado, adoptando una pose de informático peliculero, jura ser capaz, con dos clicks, de arreglar todos y cada uno de nuestros problemas. Luego, después de dejárselo, resulta que ya no arranca, pero eso viene más tarde.

Sin embargo, cuando lo que nos duele es el perineo buscamos un médico con experiencia y no nos vale coger un trozo de papel de una farola para entrar en el tercero C, donde un tipo sacrifica una cabra buscando nuestra sanación. Cuando es algo nuestro valoramos las opciones y las consecuencias, las posibilidades de éxito y el curriculum.

La diferencia está en que ha dejado de importar aquello sobre lo que creemos que no tenemos ningún control o ninguna responsabilidad como la selección de fútbol, la lista de los más vendidos o el congreso de los diputados. O simplemente que no lo consideramos nuestro y no es nuestro culo en el que hay que meter la mano para hacer una exploración.

De aquí en adelante, de una forma casi irremediable, nuestra sociedad va a encumbrar a recién llegados directamente al olimpo. Pondremos nuestro futuro cultural en manos de los ganadores de concursos, nuestra literatura al amparo de estrellonas mediáticas y nuestro cine se lo cederemos a publicistas que harán anuncios de hora y media.

Dejaremos, como solución bastante desafortunada, nuestro futuro en manos de políticos nuevos que, con más verborrea que el cuñado, juren que van a traer la felicidad a nuestras vidas sin nada que lo demuestre más que una fe ciega en si mismos porque les pedimos ganar las olimpiadas sin haber entrenado en las competiciones de su barrio.

Y, como mi madre, lograremos simplificar el mundo aunque eso no significa que deje de existir. Tampoco significa que vaya a solucionarse excepto por casualidad.

Y la casualidad, sin entrenamiento o formación, se llama magia. La magia no existe.

Los americanos, que saben mucho de algunas cosas y nada de geografía, dicen que hay que arruinarse un par de veces para poder llegar a un éxito aceptable. Dicen que sin esfuerzo no se llega a nada. Pero nada dicen de esa intención tan española de llegar y besar el santo, de ganarlo todo porque sí, de no equivocarse jamás o de creer que con buenas intenciones va a venir otro y lo va a arreglar todo en menos que canta un gallo.

Pd: No creo que sea la forma de salir del bucle pero, oye, mi madre dice que "ni uno se libra".

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