20 de septiembre de 2014

Iros todos a la porra

Uno de mis chistes recurrentes, en la infancia, era un tipo de pantalon vaquero, camiseta, dos o tres trazos al estilo de comic de Jan (Véase Superlopez) y un bocadillo que decía "Qué ganas tengo de ser mayor para poder mandar a todos a la porra".

Reflejaba, casi sin darme cuenta, la rebelión incipiente del futuro adolescente.

Así que con 18 años recién cumplidos se hizo verdad un sueño. Al contrario que la mayoría de las personas, mis padres se fueron de casa. 120 metros cuadrados. Dos plazas de garaje. Casi 10.000 pesetas cada dos semanas con la luz y el agua pagados. Era el rey del mundo. Tenía la novia más guapa y el ego inflado como un globo aerostático. Así que disfruté de mi independencia. Hice fiestas. Un dia dormía en una cama y, por no hacerla, me pasaba a la otra el día siguiente. Pedía pizzas. Me sentaba a ver la televisión en calzoncillos y, lo que es un exceso a esas edades, creo que me masturbé un par de veces en el salón sin ninguna impunidad. La independencia molaba. La independencia, la falta de directrices, la capacidad de ser mi propio padre y mentor, era una realidad.


Dos semañas después, al despertar un domingo, descubrí que la casa era un extraño estercolero. Me había quedado sin dinero. Un amigo dormía sobre la alfombra del salón y otro, absolutamente borracho, estaba fregando los platos (y rompiendo dos). Me miró con los ojos abiertos y me dijo "tú nos dejas estar aquí y hay que ayudarte. Luego me voy a dormir". Creo que, en ese preciso instante, decidí que no era el camino apropiado.

Así que el lunes, en vez de ir a la universidad, estuve recogiendo. Calculé en qué debía de gastar el dinero que ya no tenía, pensé en una organización del tiempo y en las llaves que había dejado, para recuperarlas. Aprendí lo dificil que es limpiar sin dejar marcas los cristales, lo complicado que es hacer algo que no sea arroz o pasta, cambiar los biorritmos para despertar a la hora y, sobre todo, lo aburrido que es hacer lo que se debe de hacer por encima de lo que te apetece hacer.

Así estuve tres años y repetí dos cursos porque no se puede estar a todo aunque se sea un superhéroe.

Ahora, mucho más viejo, me siento con mi café a leer la prensa por las mañanas. Leo de independencias y de razonamientos históricos que buscan en el pleistoceno una época en la que se haya vivido sin contacto alguno con la cueva del vecino. Leo sobre sentimientos y sobre diferencias culturales que bien pudieran ser las diferencias entre las fiestas patronales del pueblo de mi vecino y las mías. Diferencias que pueden ser que a mi me gusta la cadencia del cien argentino y a aquella chica las películas de desastres aéreos. Diferencias, en definitiva, que no van a ningún lado realmente porque al que le gusta el deporte le gusta, y punto. Prefiere que gane su equipo pero también los espectáculos de las grandes estrellas.

Y creo que esas independencias son mis chistes de la infancia, justo antes de darme de bruces contra la realidad de lo que era vivir solo. Y era un vivir solo sin hipoteca ni enfermedades, sin recibos y multas, sin discutir con una vecina loca sobre el color del portal o si hay que sacar la basura a las nueve.

No concibo, y será cosa de la edad, la independencia a ultranza. No le encuentro ningún motivo. Ni siquiera creo que sea, que es lo que suele ser, por el dinero. Creo en la libertad personal y, por supuesto, en la libertad de los pueblos para decidir sobre su futuro, aunque decidan una gilipollez. Considero que Andorra o Gibraltar, Suiza o la isla de Man, ya hay suficientes y, precisamente por eso y porque he nacido en un mundo que llevaba la línea de unirse para ser más fuerte, las independencias me parecen infantiles y anacrónicas ideas carentes de sentido, que es como cuando una pareja se enfada y decide mandarlo todo a tomar viento fresco.

Podemos buscar cien razonamientos en todas las direcciones, mil motivos que no vean la globalidad de la verdad o descuenten lo bueno y lo malo de cada opción pero en este mundo grupal en el que hemos llegado , como humanidad, a donde hemos llegado, básicamente lo hemos hecho en común. Uno inventa el diodo y otro la placa base. Uno lee lo que dijo el otro sobre el silicio y otro hace un programa. Luego se van a tomar cervezas juntos sin decir que "contigo no, bicho" porque tienes una bandera diferente a la mía. Eso es infantil.

Igual que quedarse en una cueva sin salir, igual que querer mandar a todos a la porra.

Claro que cada uno o cada pueblo, haciendo gala de su libertad, está en su derecho de mandar a quien quiera a donde quiera. Otra cosa es que sea una estupidez anacrónica que se da de bruces contra la evolución histórica del mundo porque nunca se es más libre que cuando, siendo uno mismo, se siente parte importante de algo mayor.

En el futuro ideal no hay países, hay personas libres que se ayudan.

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