Algunos psicólogos afirman (lo siento, es un artículo del periódico que luego he descubierto que está de pago en internet, pero gratis con un cafe en un bar) que toda esa parafernalia gritona y excesiva de la televisión está empezando a pasar factura a nuestra sociedad. Dicen que se estan dando cuenta que muchas personas imitan esos comportamientos erráticos y excesivos que ven por sus pantallas, que lloran y se enfadan como un tertuliano al borde de un ataque y que se levantan y se indignan en medio de las conversaciones de la misma forma que algunos se ciclan como los musculitos promíscuos de alguno de los shores y se considera que se puede llegar a algún lugar de éxito con la capacidad intelectual que se muestran en gran hermano.
Dicen que por alguna razón extraña se están adoptando esos roles como un modo de comportamiento normal que pasa del drama a la comedia, del enfado al sexo desenfrenado y de la amistad al odio de maneras impredecibles.
A mi me han dicho más de una vez, como conclusión casi infalible, que querían una relación normal y es ese "normal" el muro infranqueable de la verdad porque para muchos, poseídos por la pose de las supuestas parejas perfectas y las series de "divinity" que siempre acaban con un abrazo y un fundido a negro, lo normal es un salto cuántico, en el agujero negro de la vida, a lo imposible.
En medio de una sociedad poseída por los Gps da la sensación de que muchas veces importa el destino del viaje sin preocuparse de las estaciones intermedias por las que haya que pasar, como un tren de cercanías en contraposición a un Ave que desprecia las ciudades del trayecto. Sin embargo muchas veces lo mejor es el viaje y saborear el aire limpio de un pequeño arcén ferroviario. Es mucho más gratificante viajar en moto por carreteras comercales que acelerar con el coche por una aséptica autopista casi desierta.
Si lo extendemos a las cosas que nos pasan nadie se para a pensar en los pasos que existen entre el delito y la pena, entre los prolegómenos y el orgasmo, entre estar tranquilo, quererse, amarse u odiarse. Cuando una noticia aparece en televisión queremos a un culpable abatido a tiros en Boston, un duque entre rejas y una folclórica arruinada cantando por dinero en las calles de Chipiona. No nos vale, nunca, el proceso o la paciencia del tiempo que nos lleve de un lugar a otro o incluso a un lugar que nunca pensamos que fuera nuestro destino. No nos vale que aquel mensaje quedara sin resolver y si tuvimos que salir solos, sintiéndonos abandonados, quisimos volver a las 7 profundamente borrachos para hacer más honda la herida de la distancia como si fuera una venganza. Y, además, consideramos como cierto que el resto del mundo funciona con las mismas premisas porque así nos lo enseñó la televisión, la radio y el telediario de las 9. No existe nunca un punto intermedio en los lugares en los que nos encontramos y en los que creemos que vive el resto del mundo. Si vemos a una pareja por la calle creemos que se adoran y si discuten esperamos la agresión como quien espera un misil nuclear desde Corea del Norte. Todas las reconciliaciones las pensamos como borbotones sexuales del ático de Grey y todas las separaciones como las luchas a muerte de las telenovelas venezolanas.
Y, por mucho que nos bombardeen haciéndonos creer que la verdad es esa, no lo es.
Principalmente porque es agotador vivir, a la espera del nuevo subidón, la próxima depresión o el nuevo improperio, en estado de excepción mental a todas horas.
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