20 de diciembre de 2012

La copia imperfecta del superheroe.

Tenía una bata azul con un cinturón lleno de flecos y cien papeles organizados encima de la mesa en la que mi madre se empeñaba en poner la cena mientras yo hacía mis deberes en vez de sentarme en ese sofa granate que mira directamente a la televisión. Eran balances y cuentas de resultados. Los rellenaba con la exactitud del hombre organizado en el que nunca me convertí. Se empeñaba en explicarme lo que era el activo y el pasivo, si es que nos remitimos al dinero y al capital circulante. Quizá entonces llevaba unas gafas de color dorado y aunque me enseñaron una foto en blanco y negro con un pueril pelo rizado subido a una farola del Madrid de los años 50 yo siempre supe que era ese señor calvo con pelo en las sienes. Escribía, cada mes que pasaba, los diferentes cumpleaños en el calendario que colgaba junto al teléfono de la pared, que es el mismo desde el que yo llamé a mis primeras novias estirando el larguísimo cordón enroscado. Tenía una pequeña libreta ajada donde estaban, califráficamente puestos, todos los anversarios, los cumpleaños y los festivos. Juntaba con una goma elástica la documentación en la mesilla de la cama y me daba 25 pesetas por un sobresaliente, 15 por un notable y diez por un bien. Nunca tuve una reprimenda por un suficiente, porque era un buen estudiante, y mucho menos se me podía ocurrir llevar un suspenso a casa.

Cuando yo tenía siete u ocho años tuve la mala fortuna de pegarme con Alonso, que era un compañero de clase, en el camino a casa. Por la misma acera apareció y nos separó. Yo me revolví de furia y le golpeé con todas las fuerzas en las costillas. Me rompí un dedo. El día siguiente, porque aquel era un viernes, tenía partido de baloncesto. Me vendó pero me llevó al partido. Me dijo: "juega". Y yo jugué. Cada bote mi dedo me recordaba el puñetazo del dia anterior y, al terminar, me llevó al hospital donde me escayolaron. ¿Por qué no me has llevado antes?- le pregunté. Para que aprendas- me respondió.

Así que esos fueron los años que viví y, la verdad, no me arrepiento porque me enseñó los conceptos de sacrificio y de responsabilidad. Me enseñó a asumir errores y a esforzarme un poco más allá de lo que era capaz. Me demostró lo que se logra a base de esfuerzo y orden, de responsabilidad y tesón. Me hizo creer que era una persona con todos y cada uno de los superpoderes por mucho que yo intentara rebelarme cuando creí que ya era un adulto.

Después, unos años después y aún con la misma bata azul pero con sienes canosas, me senté a su lado en el mismo sofá granate de flores que siempre estuvo delante de la televisión. "Me equivoqué en algo"- me dijo. "Se me olvidó pasar más tiempo con vosotros". Y al levantarme para hacerme los 400km hasta mi casa, porque él ya no podía acompañarme hasta la puerta,  se señaló con dos dedos a sus ojos y los dirigió hacia mi.

Sé que me están vigilando, los dos. El orgulloso, intransigente, trabajador y ejemplificador... y el que descubrió que ser mi padre también consistía en demostrarnos la admiración mutua que nos tuvimos.

Hay días que descubro que me convierto en una copia imperfecta de lo que fue, como casi todos los hijos. Hoy tengo apuntado su nombre en mi libreta particular.

(1933<--->2009)

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