21 de julio de 2010

Caramelos en la puerta del colegio


Cuando estaba en el colegio y nos daban la hora del recreo la gran aventura residía en salir a la tienda de golosinas y poder, mientras los dedos de los pies nos sujetaban a la altura del mostrador de cristal, dejar las últimas monedas de la paga para pedir "15 pesetas en gominolas" (un flash de limón si es que hiciera calor), las cuales elegíamos como el adulto que va a comprarse un coche y mira el motor de la misma manera que si tuviera un master en mecánica.

Después llegaron los días en los que aprendimos que en esa misma tienda podíamos comprar cigarros sueltos y nos íbamos a comprar un lucky que nos fumábamos apoyados en el muro trasero del colegio esperando que el profesor no se diera cuenta que habíamos fumado.

Cuando llegué a la universidad el lugar perfecto para que los ingenieros sin futuro conocieran a esas volutuosas estudiantes de turismo era la zona donde residían las máquinas de café que acompañábamos con esas palmeras de chocolate con vainilla industrial que mi profesor de química de tercero me explicó que se llamaba vainilina y procedía de un deshecho de la fabricación del papel. Así que la verdad es que intentábamos ligar con mujeres que veían en nosotros a los raros de las fórmulas que disfrutaban de sus calorías mientras comíamos árboles y hacíamos chistes sobre el teorema de Frobenius.

Después, en el trabajo, buscamos el bar más cercano donde excusar el café con un pequeño tentempié diario que resultaba ser el culpable de que nuestra corbata señalara la punta de nuestros pies en vez nuestro orgulloso órgano personal.

Ahora que el ministerio de sanidad parece que va a prohibir la venta de chucherías en las zonas cercanas a los colegios se cierra la puerta a ese apasionante mundo nuevo que era la excusa para lograr, como si fuera un tesoro, las calorías que gastábamos corriendo antes de tener que volver a clase, tirarnos a la rubia de turismo o gastar en las horas extras de la oficina.

Creo que sólo los que hemos llevado ese proceso somo capaces de ir, jubilados como el que más, a un bar con la excusa de jugar una partida de cartas y tomarnos un brandy mientras pensamos si tenemos juego en las interminables partidas de mus que aprendimos en la universidad. En realidad el bien por la obesidad infantil altera algunos de nuestros hábitos más nostálgicos.

Claro que va a terminar siendo más facil comprar marihuana que una chocolatina porque veo a más adolescentes sentados mirando el móvil mientras se pasan la "chusta" del canuto que con esas bolsas transparentes de gominolas con forma de ositos. Las drogas no engordan.

1 comentario:

  1. Llevo tiempo queriendo leer algo así por aquí, son mis preferidos!
    Genial

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